El año pasado había renunciado a las redes sociales y hace más de veinte años había renunciado a la televisión en general y a los noticieros en particular pero gracias a la protesta generalizada en el mundo por diferentes motivos -desde Hong Kong hasta París, pasando por Santiago de Chile y Bogotá- volví a ver el noticiero y a leer tuits porque en Bogotá la protesta afectó no sólo la educación pública sino que también marcharon y pararon los estudiantes de algunas universidades privadas.
La protesta y el caos terminaron afectando el calendario académico como nunca antes en los últimos cuarenta años y el 21 de noviembre de 2019 fue una fecha histórica porque salimos en masa a la calle a decir ¡No Más! cargados de indignación. Varias veces llegué a clase durante el semestre y estaba cerrada la universidad, terminamos de forma un poco caótica aunque no nos imaginábamos cómo serían marzo y abril, nadie imaginaba que después de haber marchado y caceroleado con ímpetu se nos vendría una cuarentena que comenzó hace un mes y no sabemos cuándo terminará, una cuarentena que le convirtió la casa en cárcel a más de la mitad de los humanos que en este momento habitan el planeta llamado Tierra. Combatimos encerrados al enemigo común llamado coronavirus, vivimos como nunca antes en la ciudad del miedo y somos dóciles ante la autoridad, ahora los policías y los soldados son los reyes de la calle y de la noche mientras nosotros nos lavamos las manos con énfasis y creemos ciegamente en lo que dicen el ministro de salud y el presidente porque no tenemos más alternativa y si quebrantamos la ley -que consiste en estar en la calle sin justificación alguna- tendremos una multa de un millón de pesos.
Colombia se ha destacado por tomar a tiempo medidas necesarias para evitar muertes innecesarias aunque poco podemos esperar del futuro próximo porque nuestro sistema de salud no está diseñado para una pandemia (es un consuelo saber que China es el único país que está preparado para una pandemia). Es imposible imaginar la situación en mayo o en junio no sólo aquí sino el cualquier lugar del mundo porque el virus ya está en los cinco continentes en apenas tres meses, es tan eficaz como los chats en WhatsApp y tan perturbador y lamentable como una reunión de trabajo vía Zoom.
Un día de finales de noviembre estaba concentrada en el casino perdiendo plata que no me hace falta mientras jugaba en una máquina y recibí un mensaje: me invitaban a pasar una semana de descanso en una isla. No lo dudé mucho y dije que sí. Ese sí me llevaría después de diez años a estar de nuevo en un aeropuerto con mi maleta lista para descansar por compromiso, tenía que volver a pagar por algo que me fluye tan bien como dormir o caminar y la cuarentena me está convenciendo de forma concluyente de tres sospechas que tenía desde 1979: Dios no existe, rezar pasó de moda y nací para no hacer nada. Había renunciado a los viajes desde hace más de diez años y era evidente que en los últimos seis meses había quebrantado varias promesas.
Al aeropuerto fui el 12 de diciembre a recoger a uno de mis futuros compañeros de viaje y era asombrosa la cantidad de gente que llegaba y salía de Bogotá, el aeropuerto parecía una plaza de mercado, seguramente era similar a la plaza en la que había empezado una epidemia que luego se convirtió en pandemia.
Llegó Navidad y seguí viendo el noticiero aunque no hubiera gente marchando en Bogotá y aunque ya habíamos terminado las clases en la universidad, lo veía porque me había acostumbrado a verlo.
Antes del 20 de diciembre empezaron a hablar de un virus en un mercado chino. Empezaron hablando de forma anecdótica, avanzaba el tiempo y esa noticia dejaba de ser anecdótica y se iba convirtiendo en la más relevante, en este momento hablan todo el día y seguramente toda la noche en televisión y en todas las redes sociales del virus. La gente está muy alterada, cada país y cada ser humano ha sacado a flote la parte más oscura de su ser.
Pasé Navidad sin pensar mucho en el virus y me fui disfrutar de la isla el 25 de diciembre. Estando en la isla supe que no quería volver a disfrutar de otras islas ni de otros destinos porque es un poco grotesco ser feliz al lado de otros turistas.
Regresé al aeropuerto de nuevo en enero para despedir a uno de mis acompañantes de viaje y ahí el virus ya formaba parte de mis intereses intelectuales y filosóficos. Comenté con mis contertulios de aeropuerto que al ver la cantidad de gente que entra y sale de Bogotá todos los días era el momento perfecto para un desastre mundial ocasionado por un virus, todos los aeropuertos del mundo tenían que presentar el mismo paisaje grotesco de turistas que buscan escapar de sí mismos y por eso se mueven sin sentido ni propósito. Me miraron con desprecio, se rieron en mi cara y sugirieron que estaba equivocada, pensaban que tal vez había visto muchas películas y ellos, mis hermanos menores, estaban seguros de que ningún virus iba a interponerse en los sueños de los turistas del mundo entero.
El gran sueño del 99% de los humanos en 2019 es viajar.
¿Cómo y de qué manera lograron inocular ese pensamiento en las masas adormecidas sabiendo que el avión es el aparato más contaminante en tiempos de contaminación que tienen al borde del colapso al planeta entero?
La respuesta no la tengo.
Seguí viendo el noticiero todos los días y empecé a buscar información adicional en internet. Parecía increíble lo que estaba ocurriendo en China y aquí la gente pensaba que lo que ocurra en China no tendría que afectarnos a nosotros por más doloroso e imposible que pareciera. Aquí la vida seguía exactamente igual, como si no existiera el virus.
Comenzó de nuevo el semestre y el transporte público era más caótico que el año anterior, el clima parecía más amenazador, estuvimos en alerta naranja durante varias semanas. Yo me obsesionaba cada día más con el virus.
Terminamos 2019-2 en la universidad pública y comenzamos 2020-1 en la privada y luego llegó la cuarentena. Así de abrupto fue. El centro de la pandemia dejó de ser China, en menos de un mes fue Italia y ahora es Estados Unidos. Nos acostumbramos a ver a la gente caer muerta en cualquier calle de cualquier ciudad del mundo, a ver la fila de camiones militares transportando muertos en Italia, a imaginamos el olor a muerte en Guayaquil, vemos en directo lo que ocurre en la isla en la que entierran a los residentes sin allegados que mueren en Nueva York, nos imaginamos cómo será el desastre cuando el virus llegue a las cárceles colombianas y no alcanzamos a imaginar nuestro asombro cuando contemplemos lo que vendrá para África, India y América Latina, cuando nosotros seamos el epicentro de la pandemia. Estamos encerrados y creo que todavía no tenemos claro por qué ni para qué, somos uno de los países más subdesarrollados, pobres y abandonados del mundo, ni siquiera somos América Latina, cuando hablan de América Latina casi nunca mencionan al país pequeño llamado Colombia.
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