Archivo | febrero, 2016

Historia de Abdula, el mendigo ciego

27 Feb

[Cuento de Las mil y una noches: Texto completo.]

Anónimo

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El mendigo ciego que había jurado no recibir ninguna limosna que no estuviera acompañada de una bofetada, refirió al Califa su historia:

-Comendador de los Creyentes, he nacido en Bagdad. Con la herencia de mis padres y con mi trabajo, compré ochenta camellos que alquilaba a los mercaderes de las caravanas que se dirigían a las ciudades y a los confines de tu dilatado imperio.

Una tarde que volvía de Bassorah con mi recua vacía, me detuve para que pastaran los camellos; los vigilaba, sentado a la sombra de un árbol, ante una fuente, cuando llegó un derviche que iba a pie a Bassorah. Nos saludamos, sacamos nuestras provisiones y nos pusimos a comer fraternalmente. El derviche, mirando mis numerosos camellos, me dijo que no lejos de ahí, una montaña recelaba un tesoro tan infinito que aun después de cargar de joyas y de oro los ochenta camellos, no se notaría mengua en él. Arrebatado de gozo me arrojé al cuello del derviche y le rogué que me indicara el sitio, ofreciendo darle en agradecimiento un camello cargado. El derviche entendió que la codicia me hacía perder el buen sentido y me contestó:

-Hermano, debes comprender que tu oferta no guarda proporción con la fineza que esperas de mí. Puedo no hablarte más del tesoro y guardar mi secreto. Pero te quiero bien y te haré una proposición más cabal. Iremos a la montaña del tesoro y cargaremos los ochenta camellos; me darás cuarenta y te quedarás con otros cuarenta, y luego nos separaremos, tomando cada cual su camino.

Esta proposición razonable me pareció durísima, veía como un quebranto la pérdida de los cuarenta camellos y me escandalizaba que el derviche, un hombre harapiento, fuera no menos rico que yo. Accedí, sin embargo, para no arrepentirme hasta la muerte de haber perdido esa ocasión.

Reuní los camellos y nos encaminamos a un valle rodeado de montañas altísimas, en el que entramos por un desfiladero tan estrecho que sólo un camello podía pasar de frente.

El derviche hizo un haz de leña con las ramas secas que recogió en el valle, lo encendió por medio de unos polvos aromáticos, pronunció palabras incomprensibles, y vimos, a través de la humareda, que se abría la montaña y que había un palacio en el centro. Entramos, y lo primero que se ofreció a mi vista deslumbrada fueron unos montones de oro sobre los que se arrojó mi codicia como el águila sobre la presa, y empecé a llenar las bolsas que llevaba.

El derviche hizo otro tanto, noté que prefería las piedras preciosas al oro y resolví copiar su ejemplo. Ya cargados mis ochenta camellos, el derviche, antes de cerrar la montaña, sacó de una jarra de plata una cajita de madera de sándalo que según me hizo ver, contenía una pomada, y la guardó en el seno.

Salimos, la montaña se cerró, nos repartimos los ochenta camellos y valiéndome de las palabras más expresivas le agradecí la fineza que me había hecho, nos abrazamos con sumo alborozo y cada cual tomó su camino.

No había dado cien pasos cuando el numen de la codicia me acometió. Me arrepentí de haber cedido mis cuarenta camellos y su carga preciosa, y resolví quitárselos al derviche, por buenas o por malas. El derviche no necesita esas riquezas -pensé-, conoce el lugar del tesoro; además, está hecho a la indigencia.

Hice parar mis camellos y retrocedí corriendo y gritando para que se detuviera el derviche. Lo alcancé.

-Hermano -le dije-, he reflexionado que eres un hombre acostumbrado a vivir pacíficamente, sólo experto en la oración y en la devoción, y que no podrás nunca dirigir cuarenta camellos. Si quieres creerme, quédate solamente con treinta, aun así te verás en apuros para gobernarlos.

-Tienes razón -me respondió el derviche-. No había pensado en ello. Escoge los diez que más te acomoden, llévatelos y que Dios te guarde.

Aparté diez camellos que incorporé a los míos, pero la misma prontitud con que había cedido el derviche, encendió mi codicia. Volví de nuevo atrás y le repetí el mismo razonamiento, encareciéndole la dificultad que tendría para gobernar los camellos, y me llevé otros diez. Semejante al hidrópico que más sediento se halla cuanto más bebe, mi codicia aumentaba en proporción a la condescendencia del derviche. Logré, a fuerza de besos y de bendiciones, que me devolviera todos los camellos con su carga de oro y de pedrería. Al entregarme el último de todos, me dijo:

-Haz buen uso de estas riquezas y recuerda que Dios, que te las ha dado, puede quitártelas si no socorres a los menesterosos, a quienes la misericordia divina deja en el desamparo para que los ricos ejerciten su caridad y merezcan, así, una recompensa mayor en el Paraíso.

La codicia me había ofuscado de tal modo el entendimiento que, al darle gracias por la cesión de mis camellos, sólo pensaba en la cajita de sándalo que el derviche había guardado con tanto esmero.

Presumiendo que la pomada debía encerrar alguna maravillosa virtud, le rogué que me la diera, diciéndole que un hombre como él, que había renunciado a todas las vanidades del mundo, no necesitaba pomadas.

En mi interior estaba resuelto a quitársela por la fuerza, pero, lejos de rehusármela, el derviche sacó la cajita del seno, y me la entregó.

Cuando la tuve en las manos, la abrí. Mirando la pomada que contenía, le dije:

-Puesto que tu bondad es tan grande, te ruego que me digas cuáles son las virtudes de esta pomada.

-Son prodigiosas -me contestó-. Frotando con ella el ojo izquierdo y cerrando el derecho, se ven distintamente todos los tesoros ocultos en las entrañas de la tierra. Frotando el ojo derecho, se pierde la vista de los dos.

Maravillado, le rogué que me frotase con la pomada el ojo izquierdo.

El derviche accedió. Apenas me hubo frotado el ojo, aparecieron a mi vista tantos y tan diversos tesoros, que volvió a encenderse mi codicia. No me cansaba de contemplar tan infinitas riquezas, pero como me era preciso tener cerrado y cubierto con la mano el ojo derecho, y esto me fatigaba, rogué al derviche que me frotase con la pomada el ojo derecho, para ver más tesoros.

-Ya te dije -me contestó- que si aplicas la pomada al ojo derecho, perderás la vista.

-Hermano -le repliqué sonriendo- es imposible que esta pomada tenga dos cualidades tan contrarias y dos virtudes tan diversas.

Largo rato porfiamos; finalmente, el derviche, tomando a Dios por testigo de que me decía la verdad, cedió a mis instancias. Yo cerré el ojo izquierdo, el derviche me frotó con la pomada el ojo derecho. Cuando los abrí, estaba ciego.

Aunque tarde, conocí que el miserable deseo de riquezas me había perdido y maldije mi desmesurada codicia. Me arrojé a los pies del derviche.

-Hermano -le dije-, tú que siempre me has complacido y que eres tan sabio, devuélveme la vista.

-Desventurado -me respondió-, ¿no te previne de antemano y no hice todos los esfuerzos para preservarte de esta desdicha? Conozco, sí, muchos secretos, como has podido comprobar en el tiempo que hemos estado juntos, pero no conozco el secreto capaz de devolverte la luz. Dios te había colmado de riquezas que eras indigno de poseer, te las ha quitado para castigar tu codicia.

Reunió mis ochenta camellos y prosiguió con ellos su camino, dejándome solo y desamparado, sin atender a mis lágrimas y a mis súplicas. Desesperado, no sé cuántos días erré por esas montañas; unos peregrinos me recogieron.

Admiramos en ella lo que no admiramos en nosotros

27 Feb

Es una mujer nacida para no molestar a nadie.

Tiene la expresión atónita de las estatuas pero no es una tonta, es sólo que se concentra mucho.

Es más indiferente e imponente que un andamio.

Eran ilusiones suyas. Nunca la han odiado, quizá.

Es imposible odiar a alguien como yo.

Hace ya mucho tiempo que ha renunciado a ser realmente comprendida.

Hasta que apareció Juan.

No se confundan, no es Juan Andrés, es Juan Lozano.

Un creyente

26 Feb

Al caer la tarde, dos desconocidos se encuentran en los oscuros corredores de una galería de cuadros. Con un ligero escalofrío, uno de ellos dijo: -Este lugar es siniestro. ¿Usted cree en los fantasmas? -Yo no-respondió el otro- ¿Y usted? -Yo sí-dijo el primero y desapareció.

George Loring Frost

El árbol del orgullo

26 Feb

Si bajan a la Costa de Berbería, donde se estrecha la última cuña de los bosques entre el desierto y el gran mar sin mareas, oirán una extraña leyenda sobre un santo de los siglos oscuros. Ahí, en el límite crepuscular del continente oscuro, perduran los siglos oscuros. Sólo una vez he visitado esa costa; y aunque está enfrente de la tranquila ciudad italiana donde he vivido muchos años, la insensatez y la trasmigración de la leyenda casi no me asombraron, ante la selva en que retumbaban los leones y el oscuro desierto rojo. Dicen que el ermitaño Securis, viviendo entre árboles, llegó a quererlos como a amigos; pues, aunque eran grandes gigantes de muchos brazos, eran los seres más inocentes y mansos; no devoraban como devoran los leones; abrían los brazos a las aves. Rogó que los soltaran de tiempo en tiempo para que anduvieran como las otras criaturas. Los árboles caminaron con las plegarias de Securis, como antes con el canto de Orfeo. Los hombres del desierto se espantaban viendo a lo lejos el paseo del monje y de su arboleda, como un maestro y sus alumnos. Los árboles tenían esa libertad bajo una estricta disciplina; debían regresar cuando sonara la campana del ermitaño y no imitar de los animales sino el movimiento, no la voracidad ni la destrucción. Pero uno de los árboles oyó una voz que no era la del monje; en la verde penumbra calurosa de una tarde, algo se había posado y le hablaba, algo que tenía la forma de un pájaro y que otra vez, en otra soledad, tuvo la forma de una serpiente. La voz acabó por apagar el susurro de las hojas, y el árbol sintió un vasto deseo de apresar a los pájaros inocentes y de hacerlos pedazos. Al fin, el tentador lo cubrió con los pájaros del orgullo, con la pompa estelar de los pavos reales. El espíritu de la bestia venció al espíritu del árbol, y éste desgarró y consumió a los pájaros azules, y regresó después a la tranquila tribu de los árboles. Pero dicen que cuando vino la primavera todos los árboles dieron hojas, salvo este que dio plumas que eran estrelladas y azules. Y por esa monstruosa asimilación, el pecado se reveló.

G. T. Chesterton

A un auténtico fantasma

26 Feb

¿Habría algo más prodigioso que un auténtico fantasma? El inglés Johnson anheló, toda su vida, ver uno; pero no lo consiguió, aunque bajó a las bóvedas de las iglesias y golpeó féretros. ¡Pobre Johnson! ¿Nunca miró las marejadas de vida humana que amaba tanto? ¿No se miró siquiera a sí mismo? Johnson era un fantasma, un fantasma auténtico; un millón de fantasmas lo codeaba en las calles de Londres. Borremos la ilusión del  Tiempo, compendiemos los sesenta años en tres minutos, ¿qué otra cosa era Johnson, qué otra cosa somos nosotros? ¿Acaso no somos espíritus que han tomado un cuerpo, una apariencia, y que luego se disuelven en aire y en invisibilidad?

Thomas Carlyle

La obra y el poeta

26 Feb

El poeta hindú Tulsi Das compuso la gesta de Hanuman y su ejército de monos. Años después, un rey lo encarceló en una torre de piedra. En la celda se puso a meditar y de la meditación surgió Hanuman con su ejército de monos y conquistaron la ciudad e irrumpieron en la torre y lo liberaron.

R.F. Burton

El sacrilegio de Marx

22 Feb

Ayer escribí el post titulado Una casa para escribir y lo que leerán a continuación es un comentario. Lo he dicho varias veces y lo vuelvo a decir: otra de las tantas ventajas de escribir en un blog como este es el placer de leer comentarios como los que suele dejar Gustvo Vélez Arcila, es un lector atento y generoso.

Con ustedes, el comentario del día. Espero que les guste tanto como a mí:

Ese último párrafo o posdata me lleva a pensar en lo que son las cosas , en su significado ; yo estaba en el error de que las cosas en relación para con quien las posee reposaba en el la noción de lo necesario y lo contingente , exterior , como una simple apropiación por necesidad o capricho , pero Hégel las coloca en una relación del orden ontológico , como una extensión de nuestro ser (ése fue el sacrilegio de Marx , amputar esta extensión del ser de carne y hueso ) ; solo así llegué a explicarme la magia que encierra el hecho del regalo que recibimos o damos , en ésa cosa estamos nosotros , nos damos en esa representación ya no metafísica de nuestro ser ; también eso explica ese profundo dolor inenarrable , inefable ,cuando después de dejar un ser querido en la tumba de regreso entramos de nuevo en su cuarto ; nosotros , entes metafísicos no nos podemos regalar en sí mismos , pero sí nos hacemos ” presentes” en las cosas

Por: Gustvo Vélez Arcila

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El último párrafo o posdtada:

Tenía pensado vender esta casa, estaba pensando en una casa para la vejez, en un espacio bien pensado para pasar los últimos años de mi vida, sean dos o sean cuarenta y cuatro-, lo tenía decidido, pero cuando pienso que tengo que abandonar esta casa, la casa en la que he pasado los últimos once años de mi vida me duele empezar de nuevo. Esta casa es una casa cultivada, se ha ido llenando de mí, es como si fuera yo. Me da pesar que otras personas se apropien de ella y tal vez me sientan a mí sin saber que soy yo, sin saber que era la casa de la escritura y tal vez la quieran para convertirla en la casa del televisor, la lujuria y la violencia. Esta casa no se merece ese triste final, merece estar conmigo hasta el último día y luego ser clausurada. Que pueda ser vista sólo desde afuera, una casa mágica a la que es prohibido entrar porque es la casa de la escritura y si no está habitada por quien escribe pierde la esencia de su ser.

 

Nocturno

22 Feb

Alrededor y alrededor de la plaza desierta

Paseamos del brazo con el Diablo.

Ningún sonido, salvo el golpetear de sus cascos

Y el eco de su risa y la mía.

Habíamos bebido el negro vino.

Grité: «¡Corramos una carrera, Maestro!».

«¿Qué importa», gritó, «Cuál de nosotros

Corra más esta noche?»

Nada hay que temer esta noche

A la impura luna».

Entonces lo miré a los ojos,

Y me reí de su mentira

Y del temor constante que trataba de disimular.

Era cierto lo que habían dicho y repetido:

Estaba viejo – viejo.

Enoch Soames

 

 

Un hombre que escribe

21 Feb

Un hombre que escribe necesita una mujer para que lo atienda, para que lo adore como a un rey y para que lo mime como a un niño, un hombre que escribe necesita una mamá para que le sirva de amante cuando se sienta solo. La mujer del escritor puede ser su madre, su esposa, su sobrina o su sirvienta, cualquiera de las cuatro sirve; si es una mujer multifuncional como algunas impresoras, es la mujer perfecta, lo que importa es que sea una mujer. Un hombre que escribe necesita una mujer que haga el papel de mamá y le levante el ánimo cuando se siente solo, miserable, mediocre y fracasado, es decir, un hombre que escribe necesita una mujer a su lado la mayor parte de las horas de su triste vida.

Una casa para escribir

21 Feb

Virginia Woolf necesitaba una habitación propia y terminó matándose; murió sin descubrir que lo que de verdad necesitaba era una casa suya y soledad, para escribir.

Marguerite Duras no fue tan conformista, tuvo la fortuna de nacer un poco después de Virginia Woolf, tenía el terreno mejor abonado. Ella necesita una casa inmensa y soledad para escribir. Lo sabía desde niña y construyó su vida en función de ese deseo.

Admiro a Virginia Woolf pero admiro más a Marguerite Duras porque fue más fuerte y arriesgada.

Virginia Woolf fue como tantas mujeres conformistas que vio en el matrimonio con un hombre -un socio y un hermano- el sustento más cómodo para aparecer como una señora normal y respetable ante la sociedad, como una mujer que no sucumbió ante la soledad. Le rindió culto a la familia y soñó con ser normal y aunque esa vida no le resta mérito a su obra vale la pena preguntarse qué tipo de textos hubiera escrito en caso de haberse atrevido a dar el gran paso. ¿Hubiera escrito textos como los que escribió Marguerite Duras?

La escritora más consciente que he leído es Marguerite Duras y he tomado varias ideas suyas para adaptarlas a mi propia vida. Una vida como la de ella sin incluir la tristeza, el alcohol ni el puterío.

Ella tenía claro desde muy joven que amaba el sexo y a los hombres pero la escritura era lo que de verdad le importaba. Quería tener un amante, varios amantes, mucho sexo, muchos amantes, mucho alcohol y soledad, pero lo que de verdad quería era escribir, escribir era lo que de verdad le importaba en la vida.

Compró una casa inmensa con su propio dinero, con ganancias obtenidas escribiendo. Eso es maravilloso.

Compró una casa inmensa para perderse en ella y para sentirse aún más sola porque la soledad la cautivó desde la infancia y decidió que la soledad es el mejor sustento para escribir.

Un hombre que escribe necesita una mujer para que lo atienda, para que lo adore como a un rey y para que lo mime como a un niño, un hombre que escribe necesita una mamá para que le sirva de amante cuando se sienta solo. La mujer del escritor puede ser su madre, su esposa, su sobrina o su sirvienta, cualquiera de las cuatro sirve; si es una mujer multifuncional como algunas impresoras, es la mujer perfecta, lo que importa es que sea una mujer. Un hombre que escribe necesita una mujer que haga el papel de mamá y le levante el ánimo cuando se siente solo, miserable, mediocre y fracasado, es decir, un hombre que escribe necesita una mujer a su lado la mayor parte de las horas de su triste vida.

Una mujer que escribe no necesita un hombre a su lado. Un hombre al lado de la mujer que escribe se convierte en un estorbo, en un mueble, en alguien que termina sobrando en el espacio de la escritura.

Marguerite Duras necesita apropiarse de la totalidad de la casa, ella forma parte de la casa, la casa no es un simple espacio en el que transcurre el tiempo sino que es el espacio para escribir y en esa casa se debe crear la atmósfera perfecta para la escritura y lo fundamental es la soledad.

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Tenía pensado vender esta casa, estaba pensando en una casa para la vejez, en un espacio bien pensado para pasar los últimos años de mi vida, sean dos o sean cuarenta y cuatro-, lo tenía decidido, pero cuando pienso que tengo que abandonar esta casa, la casa en la que he pasado los últimos once años de mi vida me duele empezar de nuevo. Esta casa es una casa cultivada, se ha ido llenando de mí, es como si fuera yo. Me da pesar que otras personas se apropien de ella y tal vez me sientan a mí sin saber que soy yo, sin saber que era la casa de la escritura y tal vez la quieran para convertirla en la casa del televisor, la lujuria y la violencia. Esta casa no se merece ese triste final, merece estar conmigo hasta el último día y luego ser clausurada. Que pueda ser vista sólo desde afuera, una casa mágica a la que es prohibido entrar porque es la casa de la escritura y si no está habitada por quien escribe pierde la esencia de su ser.