El 21 de diciembre de 2013 escribí el post titulado «Caminando bajo el sol» y está basado en hechos reales. Lo compartí con un amigo con el que caminamos bajo la lluvia el sábado pasado y le encantó. Me puse como reto, para él y para mí, escribir algo parecido teniendo en cuenta que el sábado pasado fue 12 de marzo de 2022, estuvimos en varios lugares y nos cruzamos con varias personas.
Con ustedes «Caminando bajo el sol» y a continuación «Caminando bajo la lluvia»:
El sol tiene un efecto benéfico para alguien como yo porque soy de espíritu jovial y ayer caminé durante diez o quince minutos con un hombre con el que casi siempre nos sentamos a tomar café. Café y sólo café hasta quedar temblando con la sensación. El café de ayer estuvo mucho mejor que todos los anteriores ¿fue porque nos vimos a las once de la mañana y casi siempre nos vemos a las tres de la tarde? Es probable. Nací a las ocho de la mañana y por eso cuando soy más yo es antes del mediodía. Soy más yo cuando camino que cuando estoy sentada tomando café.
Ese hombre hizo realidad un sueño de vaqueros que añoraba desde hace ocho años: ir al mismo sitio a beber lo de siempre con la misma persona. Soñaba con el mensaje que me envía cuando nos vamos a ver: «A las tres donde siempre». Nuestro hombre es un hombre dulce que quiere pasar por rudo pero no puede, le gana la dulzura.
Una de las ventajas de sentarse a tomar café en el mismo sitio, en la misma mesa, a la misma hora… es que no hay distractores, conocemos el paisaje de memoria y nos concentramos en la conversación. Nuestro héroe es un gran conversador. Sin contar con que el tono de voz y la expresión corporal lo convierten en un ser único y excepcional ante la mirada de alguien tan caprichoso como yo. Para mí es único y excepcional y no es ni novio ni amante, no somos tan vulgares, es un hombre respetuoso conmigo como lo son mis dos o tres amigos. Pero yo lo espero temblando de emoción porque siempre será emocionante verlo y volver a hablar con él.
Ayer terminamos nuestra conversación de dos horas que él calcula muy bien sin mirar el reloj, entramos a mirar ropa para él que nunca compra, salimos y -en vez de despedirnos en la misma salida del odioso centro comercial- decidimos dar una vuelta por iniciativa mía. Le dijo al señor serio: «¿Nos despedimos aquí tú y yo o damos una vuelta?» y él dijo en tono jovial: «¡Demos una vuelta!». Me tocó el brazo, me tomó como si fuéramos Tola y Maruja y nos fuimos a dar nuestra vuelta. Ay, no, qué sensación tan agradable me quedó de esa tontería llamada caminar al lado de una persona querida ¿por qué sentimos la esencia de la gente cuando caminamos uno al lado del otro? Es un misterio para mí.
Como no estamos acostumbrados a caminar juntos, en un momento de la ruta tropezamos un poco y yo le dije en tono imperativo bromista «¡No me empuje!» y él me empujó para responder a mi broma. ¡Ay, Dios!, el mundo perfecto en medio de esta podredumbre llamada mundo real.
Seguimos hablando de los temas de siempre pero éramos más joviales y yo -que soy tan reservada- empecé a revelarle los secretos más sensibles, lo que él no debía saber sobre mi táctica y estrategia cuando me dispongo a escribir algo como lo que escribo en este momento (y él está ansioso por leer). Me traicionó la breve caminata como a los borrachos los traiciona el alcohol. Fui presa de la embriaguez provocada por el sol, el afecto y el hecho de habernos salido de nuestra rutina, estuve tentada a repetir la dulzura de cuando fui presa de una dulzura tan dulcemente dulce.
Anoche soñé con él, un sueño erótico que no voy a describir aquí para no echar a perder el tono de la historia. Sospecho que mi cerebro quedó fascinado con nuestro juego de empujones y creó esa fantasía; al cerebro le gusta armar historias mientras el pobre ser humano duerme porque no puede parar, tiene que jugar con él mismo. Con frases y sensaciones vividas durante el día creamos mundos fantásticos que nos perturban o nos hacen sentir culpables. No lo voy a negar, el sueño fue tan dulce como la experiencia vivida. ¿a quién queremos engañar?
Caminando bajo la lluvia
Desde hace un poco más de un año ofrezco cursos personalizados sobre temas de mi interés o del interés de quien me convoca, algunos convocados se entusiasman tanto que deciden tomar uno más y entre un curso y otro descubrimos que nos convertimos en amigos y a veces una sesión pensada para dos horas se convierte en una conversación de tres horas y como soy más amiga de la conversación de que la plata digo que soy una profesora seria y estricta, entonces esa sesión convertida en conversación queda aplazada para próxima fecha.
El sábado pasado estaba programada la segunda sesión de un curso de seis sesiones en la biblioteca Luis Ángel Arango a las once de la mañana y el convocado debía leer para ese día Madame Bovary y La orgía perpetua, llevar el plan, la estructura de una novela, a partir de la lectura de los textos de Flaubert y Vargas Llosa. Anónimo llegó muy entusiasmado con sus apuntes pero no pudimos hablar de esos apuntes porque se interpusieron otros temas y otros hechos dignos de ser escritos para ser recordados dentro de diez años, el tiempo que casi completa «Caminando bajo el sol».
Salí temprano como siempre para caminar sin afán como me gusta y sin recordar que era sábado tomé una mala decisión de transporte y llegué a las 11:15 al café cerca de la biblioteca porque tardaría más en llegar a la cita si entregaba primero los libros. Tomamos el primer café, hablamos de café, de Hombre muerto, miramos los libros que iba a entregar, los comentamos, hablamos de otros libros, vimos el espectáculo que da la gente en el Centro de Bogotá y lo más llamativo de ese espectáculo fue que le dijeran profesor a Anónimo, que un transeúnte nos viera viendo Hombre muerto y dijera que también le gusta y el señor viejo que se acercó y nos dijo con voz sonriente y desafiante: ¡Dios castiga!
Mientras estaba redactando el post apareció Anónimo con su Composición y me gustó tanto que la voy a compartir. El título del texto es Café y cigarrillos:
«¡Dios castiga!» —, nos dijo el hombre que se acercó a pedir plata.
Pedí tres pods cumbre, fuertes, para empezar la tarde, eran las once y cinco y elegí la terraza porque desde allí podría ver a la artista callejera que organizaba su escenario y preparaba la escena. La gente caminaba a mi alrededor y me conmovió el sonido, la banda sonora de fondo que se reproduce todo el tiempo. Los autos que bajan por la calle once y cruzan por la quinta hacia el sur, las vendedoras que acosan y se toman un respiro de vez en cuando para mirar el celular, los vendedores de comestibles y cigarros apostados en la esquina. Las palabras, el viento, los comentarios de unas turistas francesas que acababan de comprar un frasco de café instantáneo, la algarabía.
Mi amiga llegó un minuto después de que yo empezara a grabar con mi celular la imagen de la escultura, del arbusto y del árbol detrás de la escultura y las dos esquinas del otro lado, al fondo, detrás del arbusto y del árbol, todo aquello detrás de la escultura, un universo estático y sobre esa quietud el movimiento de la vida. La escultura firme, ramas meciéndose, hojas cayendo, los muros de la fachada, la mujer afinando la guitarra, gente caminando, voces. Yo la vi llegar desde lejos porque ya conozco su manera de andar, de acercarse y de decir “¡Quiubo!”, echando la cabeza un poco para atrás. A su llegada le puse stop a mi cortometraje y nos cambiamos de mesa para hacer el trueque de libros, película y café. El trueque que hacemos para que en el futuro recordemos que por lo general la guerra se sucede donde antes hubo amistad.
Mientras los cafés se agotaban la conversación se animaba y poco a poco, como a mi amiga y a mi nos gusta, la alegría de vernos se convirtió en pesimismo por todo aquello que nos hemos visto obligados a vivir, por estar sujetos a un sistema invisible y porque de ninguna manera es más bonito pensar que el amor triunfará. Al contrario, es más bonito ver la realidad tal como ocurre, es más bonito pensar que la atmósfera no va a parar su deterioro y es más bonito pensar que somos un reino olvidado de aquel Dios compasivo en el que nos hicieron creer. Es cierto que no con todo el mundo se comentan las desgracias de los tiempos que corren, las desgracias del pasado y mucho menos se habla del apocalipsis que está por venir. A la gente no le agrada el pesimismo, la gente prefiere pensar que todo está bien y que es verdad que el universo se encargará en algún momento de que todo marche mejor. Por eso hablar con ella reconforta y muy al contrario de lo que se pueda concluir, lo lleva a uno a soñar con un mundo mejor.
Pero esos momentos apacibles que se derrumban por la aparición de un hombre que lanza una maldición, tienen que moverse a otros espacios, hacia lugares más tranquilos donde el diálogo pueda convertirse en algo que podría durar un día o dos sin comida y sin bebida. Porque uno tampoco comenta con todo el mundo las desgracias de los personajes de la literatura, la vida tumultuosa de las autoras, la pusilanimidad de los hombres; todo aquello que somos allá, en la “realidad ficticia” tanto como aquí en la “realidad real”. Son esos espacios en los que se salva la vida, aquellos que llenan la mente de recuerdos que se distorsionan con el paso del tiempo y se convierten en memorias difusas de las que sólo se pueden extraer escenas aleatorias y puntuales.
Hasta que nuevamente el diálogo se ve interrumpido por la maldición del uso del tapabocas, los gérmenes y lo virulentos que somos como especie. No podíamos creer que nos hicieran cubrir la boca otra vez, tan aislados que estábamos como para contaminar a aquellas personas que caminaban lejanas, los que entraban al elevador y se dirigían al quinto piso de la biblioteca, o las que salían y se dirigían hacia el pasillo oscuro que desembocaba en las escalinatas que conducen al tercer sótano bajo la superficie de ese concreto, hacia las catacumbas de La Candelaria.
Por eso tuvimos que volver a huir y en el camino se había ocultado el sol y se hizo necesario el paraguas para bajar por la peatonal que ahora estaba resbalosa y húmeda, atestada de transeúntes que encogían los hombros para evitar los goterones que caían desde los aleros y desde la nube gris que se había llenado de vigor y que ahora descargaba lluvia. En ese recorrido hasta la plaza que tiene nombre de prócer, toda cagada de mierda de paloma, encontramos un puesto para comprar cigarros. Nos acabábamos de tomar otro latte, le dimos fuego al tabaco y yo debajo de la lluvia y ella bajo su paraguas, quietos en la peatonal, quemamos al indio primero y después terminamos de conversar sobre lo buena que es la vida con cigarros y café, cafeinómanos temblorosos, castigados por Dios.

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