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El palacio de la luna

8 Feb

Pero su cuerpo me hablaba en clave, y yo no tuve los recursos o la inteligencia necesarios para descifrar el mensaje

A Paul Auster llegué a través de Siri Hustvedt y su libro La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Después de haber leído las quejas de Siri a propósito de las desventajas que tiene como escritora si se mira al lado de su marido yo -como mujer interesada en el feminismo y en la literatura- en vez de interesarme en las obras de ella después de haber leído su libro, como buena hija del sistema heteropatriarcal que prefiere leer a hombres por prejuicios que todavía no saben los biólogos ni las feministas si tienen que ver con fenómenos sociales o biológicos, yo, que he estudiado con juicio a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir, terminé leyendo al hombre y la elección fue afortunada porque encontré una de las mejores novelas que he leído a lo largo de mi vida.

Me puse a gritar y después me permití enloquecer -dice el protagonista del libro mágico- y casi al final de la historia narrada vuelve a hablar de gritos. En este libro tres hombres llegan al límite de la desesperación y encuentran en el grito la salida más digna: Cuando un hombre siente que ha llegado al límite de su resistencia, es absolutamente natural que necesite gritar, dice casi al final del libro el narrador, que es el mismo protagonista de la historia, un joven de fantasía, personaje hecho de palabras, literatura pura y, claro, terminé pensando en el grito de Charles cuando ve muerta a Madame Bovary.

Mientras leía El palacio de la luna pensé de forma permanente en Flaubert y estaba segura de que al místico estético le hubiera encantado leer o escribir este libro que hace pensar en lectura, escritura y filosofía, en la gratuidad del acto de leer como lo plantea Daniel Pennac en Como una novela y en los libros que se nos convierten en fetiche como bien lo muestra Barnes en El loro de Flaubert. Los cuatro hombres del libro: hijo, padre, abuelo y tío son lectores apasionados y creadores de fantasías, no sabremos nunca si lo que dicen que vivieron ocurrió o si es producto de su imaginación a partir de los libros leídos.

A lo largo de la novela aparece la imagen de Montaigne como autor de culto, el que nunca puede faltar. Los valores que encarnan los personajes se parecen a los que encarna el sabio francés, el hombre que entendió que vivir es algo sencillo a pesar de que la vida de los personajes esté marcada por la tragedia, el azar, la aventura y el infortunio, nada que ver con su maestro guía; como en los Ensayos de Montaigne hay en los personajes del libro un deseo claro de reflexionar sobre la forma más afortunada de concebir y vivir la vida, la más deseada, y también nos encontramos con la pasión por narrar la propia vida no sólo a partir de lo que les ha ocurrido como hombres sino como lectores y entonces vemos aparecer y desaparecer dinero a lo largo del libro y el dinero no es el fin sino un respiro que vive el personaje principal a lo largo de su travesía. Hay desprecio al dinero y al poder y amor absoluto al ocio creativo, la imaginación, la lectura y la escritura. El dinero son simples papeles verdes: Nunca había visto tanto dinero junto, pero cuando terminé de contarlo, la magia había desaparecido y el dinero había quedado reducido a lo que realmente era: cuatrocientos pedazos de papel verde.

Hay un momento de la historia en que la inverosimilitud llega al límite y uno como lector se siente triste y desilusionado, no es justo que se traté de manera tan superficial a la mujer que le salvó la vida al protagonista y entonces, después, cuando hemos perdonado al escritor por este fallo, volvemos al libro y descubrimos que la inverosimilitud y el exceso de juegos del azar confirman después de haber pasado la página 100 que se trata de un juego premeditado, mezcla explosiva de humor, crueldad y maestría en el arte de construir mundos dentro de otros mundos: Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de mano de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos.

La luna se conecta con todo lo demás y como el protagonista es más poeta que hombre práctico su vida gira alrededor de esta idea fija: Podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida… Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad.

Ahora viene lo difícil –dijo-. Los finales, las despedidas, las famosas últimas palabras, arrancar las estacas, creo que le llaman en las películas del Oeste. Aunque no tengas noticias mías a menudo recuerda que siempre pienso en ti.

 

Las horas

4 Feb

Sólo el cielo sabe por qué lo amamos tanto. (La señora Dalloway)

Quería escribir sobre todo, sobre la vida que tenemos y las vidas que hubiéramos podido tener. Quería escribir sobre todas las formas posibles de morir. (La señora Dalloway)

La sorprende como la sorprendería un objeto raro y extraordinario, una obra de arte; por la sencilla razón de que sigue siendo, a través del tiempo, pura y simplemente él mismo. (La señora Dalloway)

Cuando vio este nuevo libro sobre su mesa de noche, apilado sobre el que había terminado la noche anterior, estiró la mano automáticamente, como si leer fuera la primera y única tarea evidente del día, la única forma viable de negociar el tránsito del sueño al deber. (La señora Brown)

Leonard, el brillante e incansable Leonard, que se niega a distinguir entre un retraso y la catástrofe; que venera el éxito sobre cualquier cosa y que resulta insoportable para los demás porque cree genuinamente que puede arrancar de raíz y reformar todas las manifestaciones de la irresponsabilidad y de la mediocridad humanas. (La señora Woolf)

Los hombres puede preciarse de escribir honesta y apasionadamente sobre los movimientos de las naciones; pueden pensar que la guerra y la búsqueda de Dios son los únicos temas de la gran literatura; pero si la posición de los hombres en el mundo tambaleara por un sombrero mal escogido, la literatura inglesa cambiaría dramáticamente. (La señora Woolf)

No tengo tiempo de describir mis planes, Debería decir muchas cosas sobre las horas y mi descubrimiento; cómo excavo hermosas grutas detrás de mis personajes; creo que eso plasma exactamente lo que quiero; humanidad, humor, hondura. La idea es que las grutas conecten entre sí, y cada una sale a la luz del día en el momento presente. (Virginia Woolf)

Piensa que Clarissa Dalloway se matará por algo que en la superficie no parece gran cosa. Su fiesta será un fracaso, o su esposo se negará una vez más a admitir algún logro en relación con ella misma o con su hogar. El truco estará en transmitir intacta la diminuta pero real desesperación de Clarissa; en convencer al lector sin lugar a dudas de que para ella las derrotas domésticas son tan devastadoras como las batallas perdidas por un general. (La señora Woolf)

Estas dos muchachas crecerán hasta llegar a la edad madura y después a la vejez, y se marchitarán o se hincharán; los cementerios donde serán enterradas eventualmente se volverán ruinas donde la hierba crecerá salvaje y los perros merodearán de noche; y cuando no quede nada más de estas muchachas que unas cuantas calzas perdidas bajo tierra, la mujer en el remolque, ya sea que se trate de Meryl Streep o de Vanessa Redgrave o incluso de Susan Sarandon, aún será conocida. Existirá en archivos, en libros; se guardarán las grabaciones de su voz en otros objetos preciosos y venerados. (La señora Dalloway)

Sí, piensa Clarissa, es hora de que el día termine. Damos fiestas; abandonamos a nuestras familias para irnos a vivir solos a Canadá; luchamos por escribir libros que no cambian el mundo a pesar de nuestros talentos y de nuestros generosos esfuerzos, de nuestras extravagantes expectativas. vivimos nuestras vidas, hacemos lo que sea que hagamos, y después dormimos -es así de fácil y ordinario. Unos cuantos saltan por una ventana o se ahogan o toman pastillas; muchos más mueren por accidente; y la mayoría de nosotros, la gran mayoría, somos devorados lentamente por alguna enfermedad, o si somos afortunados, por el tiempo mismo. No nos queda más que este consuelo: una hora aquí y allá en la que nuestras vidas se abren en una explosión, contra todas las posibilidades y todas las expectativas y nos ofrecen todo lo que jamás imaginamos, aunque todos excepto los niños (y quizás ellos también) saben que a estas horas inevitablemente seguirán otras más oscuras y más difíciles. Y sin embargo, amamos la ciudad, la mañana, más que nada, tenemos la esperanza de más. (La señora Dalloway)

No comer es un vicio, una especie de droga: con el estómago vacío se siente limpia y veloz, con la cabeza despejada, lista para la pelea. Toma un sorbo de café, baja la taza, estira los brazos. Levantarse a lo que parece ser un buen día, prepararse para trabajar pero no embarcarse todavía, resulta una de las experiencias más singulares. En este momento las posibilidades son infinitas, tiene muchas horas por delante. Su mente canturrea. Es posible que esta mañana logre atravesar el ofuscamiento, las tuberías atascadas, y llegar al oro. Lo siente en su interior, un segundo yo prácticamente indescriptible, o más bien un yo paralelo, más puro. Si fuera religiosa, lo llamaría el alma. Es más que la suma del intelecto y de sus emociones, más que la suma de sus experiencias, aunque corre por las tres como venas de metal brillante. Es una facultad interior que reconoce los misterios que animan el mundo porque está hecha de la misma sustancia y cuando es muy afortunada es capaz de escribir directamente a través de esa facultad. La satisfacción más profunda que conoce es escribir en ese estado, pero su capacidad de hacerlo viene y se va sin previo aviso. A veces levanta la pluma y la sigue con su mano mientras se mueve por el papel; a veces levanta la pluma y descubre que es sólo ella, una mujer con una bata de estar en casa y una pluma en la mano, temerosa e incierta, apenas competente, sin ninguna idea de dónde empezar o qué escribir. (La señora Woolf)

Las Horas. Michael Cunningham. Bogotá: Norma. 2000. 281 páginas.