Pero su cuerpo me hablaba en clave, y yo no tuve los recursos o la inteligencia necesarios para descifrar el mensaje
A Paul Auster llegué a través de Siri Hustvedt y su libro La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres. Después de haber leído las quejas de Siri a propósito de las desventajas que tiene como escritora si se mira al lado de su marido yo -como mujer interesada en el feminismo y en la literatura- en vez de interesarme en las obras de ella después de haber leído su libro, como buena hija del sistema heteropatriarcal que prefiere leer a hombres por prejuicios que todavía no saben los biólogos ni las feministas si tienen que ver con fenómenos sociales o biológicos, yo, que he estudiado con juicio a Virginia Woolf y a Simone de Beauvoir, terminé leyendo al hombre y la elección fue afortunada porque encontré una de las mejores novelas que he leído a lo largo de mi vida.
Me puse a gritar y después me permití enloquecer -dice el protagonista del libro mágico- y casi al final de la historia narrada vuelve a hablar de gritos. En este libro tres hombres llegan al límite de la desesperación y encuentran en el grito la salida más digna: Cuando un hombre siente que ha llegado al límite de su resistencia, es absolutamente natural que necesite gritar, dice casi al final del libro el narrador, que es el mismo protagonista de la historia, un joven de fantasía, personaje hecho de palabras, literatura pura y, claro, terminé pensando en el grito de Charles cuando ve muerta a Madame Bovary.
Mientras leía El palacio de la luna pensé de forma permanente en Flaubert y estaba segura de que al místico estético le hubiera encantado leer o escribir este libro que hace pensar en lectura, escritura y filosofía, en la gratuidad del acto de leer como lo plantea Daniel Pennac en Como una novela y en los libros que se nos convierten en fetiche como bien lo muestra Barnes en El loro de Flaubert. Los cuatro hombres del libro: hijo, padre, abuelo y tío son lectores apasionados y creadores de fantasías, no sabremos nunca si lo que dicen que vivieron ocurrió o si es producto de su imaginación a partir de los libros leídos.
A lo largo de la novela aparece la imagen de Montaigne como autor de culto, el que nunca puede faltar. Los valores que encarnan los personajes se parecen a los que encarna el sabio francés, el hombre que entendió que vivir es algo sencillo a pesar de que la vida de los personajes esté marcada por la tragedia, el azar, la aventura y el infortunio, nada que ver con su maestro guía; como en los Ensayos de Montaigne hay en los personajes del libro un deseo claro de reflexionar sobre la forma más afortunada de concebir y vivir la vida, la más deseada, y también nos encontramos con la pasión por narrar la propia vida no sólo a partir de lo que les ha ocurrido como hombres sino como lectores y entonces vemos aparecer y desaparecer dinero a lo largo del libro y el dinero no es el fin sino un respiro que vive el personaje principal a lo largo de su travesía. Hay desprecio al dinero y al poder y amor absoluto al ocio creativo, la imaginación, la lectura y la escritura. El dinero son simples papeles verdes: Nunca había visto tanto dinero junto, pero cuando terminé de contarlo, la magia había desaparecido y el dinero había quedado reducido a lo que realmente era: cuatrocientos pedazos de papel verde.
Hay un momento de la historia en que la inverosimilitud llega al límite y uno como lector se siente triste y desilusionado, no es justo que se traté de manera tan superficial a la mujer que le salvó la vida al protagonista y entonces, después, cuando hemos perdonado al escritor por este fallo, volvemos al libro y descubrimos que la inverosimilitud y el exceso de juegos del azar confirman después de haber pasado la página 100 que se trata de un juego premeditado, mezcla explosiva de humor, crueldad y maestría en el arte de construir mundos dentro de otros mundos: Por ahora, vamos en direcciones opuestas. Pero antes o después nos reuniremos de nuevo, estoy seguro. Al final todo sale bien, ¿comprendes?, todo conecta. Los nueve círculos. Los nueve planetas. Las nueve entradas. Nuestras nueve vidas. Piénsalo. Las correspondencias son infinitas. Pero ya basta de charlatanería por esta noche. Se hace tarde y el sueño nos llama a los dos. Ven, dame la mano. Sí, eso es, un buen apretón, firme. Así. Y ahora sacúdela. Eso es, un apretón de mano de despedida. Un apretón que nos dure hasta el fin de los tiempos.
La luna se conecta con todo lo demás y como el protagonista es más poeta que hombre práctico su vida gira alrededor de esta idea fija: Podré seguir viviendo en la luna el resto de mi vida… Era una luna llena, tan redonda y amarilla como una piedra incandescente. No aparté mis ojos de ella mientras iba ascendiendo por el cielo nocturno y sólo me marché cuando encontró su sitio en la oscuridad.
Ahora viene lo difícil –dijo-. Los finales, las despedidas, las famosas últimas palabras, arrancar las estacas, creo que le llaman en las películas del Oeste. Aunque no tengas noticias mías a menudo recuerda que siempre pienso en ti.
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