El terreno sobre el que se presume que descansan nuestras perspectivas vitales es, sin lugar a dudas, inestable, como lo son nuestros empleos y las empresas que los ofrecen, nuestros colegas y nuestras redes de amistades, la posición de la que disfrutamos en la sociedad, y la autoestima y la confianza en nosotros mismos que se derivan de aquélla. El «progreso», en otro tiempo la manifestación más extrema del optimismo radical y promesa de una felicidad universal compartida y duradera, se ha desplazado hacia el lado opuesto, hacia el polo de expectativas distópico y fatalista. Ahora el «progreso» representa la amenaza de un cambio implacable e inexorable que, lejos de augurar paz y descanso, presagia una crisis y una tensión continuas que imposibilitarán el menor momento de respiro. El progreso se ha convertido en algo así como un persistente juego de las sillas en el que un segundo de distracción puede comportar una derrota irreversible y una exclusión inapelable. En lugar de grandes expectativas y dulces sueños, el «progreso» evoca un insomnio lleno de pesadillas en las que uno sueña que «queda rezagado», pierde el tren o se cae por la ventanilla de un vehículo que va a toda velocidad y que no deja de acelerar.
La depresión es hoy la dolencia psicológica más común
17 JulVivir en condiciones de incertidumbre prolongada o en apariencia incurable augura dos sensaciones similarmente humillantes: la de ignorancia (no saber lo que deparará el futuro) y la de impotencia (ser incapaz de influir en su rumbo). Y no cabe duda de que ambas son humillantes: en nuestra sociedad sumamente individualizada, donde se presume (contrafácticamente, por así decir) de que cada individuo carga con la plena responsabilidad de su destino en la vida, estas sensaciones dan a entender la incompetencia del afectado para abordar las tareas que otras personas, a todas luces más exitosas, parecen llevar a cabo gracias a su mayor destreza y empeño. La incompetencia sugiere inferioridad: y ser inferior ante la mirada de los demás es un doloroso golpe asestado a la autoestima, la dignidad personal y el valor de la autoafirmación. La depresión es hoy la dolencia psicológica más común. Asedia al creciente número de personas que en estos tiempos fueron incluidas en la categoría colectiva de «precariado», palabra acuñada a partir del concepto de «precariedad» en su denotación de incertidumbre existencial.
Hace cien años, la historia humana solía representarse como un relato sobre el progreso de la libertad. Ello implicaba, en gran medida a la manera de otros relatos populares semejantes, que la historia se orienta de forma sistemática en la misma e inalterada dirección. Los recientes cambios de humor público sugieren otra cosa. El «progreso histórico» hace pensar más en un péndulo que en una línea recta. En los tiempos de Freud y sus escritos, la cuita más común era el déficit de libertad; sus contemporáneos estaban dispuestos a renunciar a una porción considerable de seguridad a cambio de que se eliminaran las restricciones impuestas a sus libertades. Y finalmente lo lograron. Ahora, sin embargo, se multiplican los indicios de que cada vez más gente cedería de buen grado parte de su libertad a cambio de emanciparse del aterrador espectro de la inseguridad existencial… ¿Estamos en presencia de un retorno del péndulo? Y si en efecto es así, ¿cuáles podrían ser las consecuencias?
Nuevo carácter del escenario de poder global
29 AbrCuando los pobres se pelean con los pobres, los ricos tienen todas las razones para frotarse las manos con alegría. No se trata solo de que se aplace de forma indefinida el peligro de que los pobres se vuelvan contra los verdaderos responsables de su sufrimiento, como ha ocurrido en el pasado cada vez que se implementó con inteligencia y eficacia el principio «divide y reinarás»: hoy hay nuevas razones para regocijarse, específicamente de nuestros tiempos condicionados por el nuevo carácter del escenario de poder global. Hoy los poderes globales usan una estrategia de distancia y no involucramiento gracias a la velocidad con que pueden moverse, burlando sin esfuerzo ni advertencia el control de las autoridades locales, excabulléndose fácilmente hasta de las redes más densas, dejando a las enfrentadas tribus nativas la ingrata tarea de esforzarse por lograr una tregua, sanarse las heridas y limpiar los escombros.
La dominación masculina
12 NovLas armas del débil son siempre armas débiles.
Se dice del pene que es el único macho que incuba dos huevos.
“Para muchas mujeres, un estatuto dominante de los hombres es excitante”.
Pensemos en los pasitos rápidos de algunas muchachas con pantalones y zapatos planos.
La fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación.
La familia es la que asume sin duda el papel principal en la reproducción de la dominación y de la visión masculinas.
El acto sexual en sí mismo está pensado en función del principio de la primacía de la masculinidad.
Lo típico de los dominadores es ser capaces de hacer que se reconozca como universal su manera de ser particular.
Encima o debajo, activo o pasivo, estas alternativas paralelas describen el acto sexual como una relación de dominación.
La visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla.
El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya.
Si las mujeres son especialmente propensas al amor llamado romántico, se debe sin duda, por una parte, a que están especialmente interesadas en ello.
Cualquier oficio, sea cual sea, se ve en cierto modo cualificado por el hecho de ser realizado por los hombres (que, desde ese punto de vista, son todos, por definición, de calidad).
El principio de visión de dominante no es una simple representación mental, un fantasma (“unas ideas en la cabeza”), una “ideología”, sino un sistema de estructuras establemente inscritas en las cosas y en los cuerpos.
Al estar la mujer constituida como una identidad negativa, definida únicamente por defecto, sus virtudes sólo pueden afirmarse en una doble negación, como vicio negado o superado, o como mal menor.
Inscrito en las cosas el orden masculino se inscribe también en los cuerpos a través de las conminaciones tácitas implicadas en las rutinas de la división del trabajo o de los rituales colectivos o privados.
Las mujeres son capaces de hablar de su marido con mucho detalle, mientras que los hombres sólo pueden describir a su mujer a través de estereotipos muy generales, válidos para “las mujeres en general”.
A los ojos de los hombres, las mujeres que, rompiendo la relación tácita de disponibilidad, se reapropian en cierto modo de su imagen corporal, y con ello, de su cuerpo, aparecen como no “femenina”, prácticamente como lesbiana.
Al estar simbólicamente destinadas a la resignación y a la discreción, las mujeres sólo pueden ejercer algún poder dirigiendo contra el fuerte su propia fuerza o accediendo a difuminarse y, en cualquier caso, negar un poder que ellas sólo pueden ejercer por delegación (como eminencias grises).
Las mujeres francesas manifiestan, en una amplísima mayoría, que desean tener una pareja de mayor edad y también, de manera muy coherente, de mayor altura física, y dos terceras partes de ellas llegan a rechazar explícitamente a un hombre más bajo.
Todo, en la génesis del hábito femenino y en las condiciones sociales de su actualización, contribuye a hacer de la experiencia femenina del cuerpo el límite de la experiencia universal del cuerpo-para-otro, incesantemente expuesta a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros.
A los que puedan objetar que muchas mujeres han roto actualmente con las normas y las formalidades tradicionales del pudor y verían en el espacio que dejan a la exhibición controlada del cuerpo un indicio de “liberación” basta con indicarles que esta utilización del propio cuerpo permanece evidentemente subordinada al punto de vista masculino.
Forma especial de la peculiar lucidez de los dominados, la llamada “intuición femenina” es, en nuestro propio universo, inseparable de la sumisión objetiva y subjetiva que estimula u obliga a la atención y a las atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias para adelantarse a los deseos o presentir los disgustos.
Los hombres (y las propias mujeres) no pueden ver que la lógica de la relación de dominación es la que consigue imponer e inculcar a las mujeres, en la misma medida que las virtudes dictadas por la moral, todas las propiedades negativas que la visión dominante imputa a su naturaleza, como la astusia, o por tomar una característica más favorable, la intuición.
El cuerpo tiene su parte delantera, lugar de diferencia sexual, y su parte trasera, sexualidad indiferencia, y potencialmente femenina, es decir, pasiva, sometida, como lo recuerdan, mediante el gesto o palabra, los insultos mediterráneos (especialmente el famoso “corte de mangas”) contra la homosexualidad.
La diferencia biológica entre los sexos, es decir, entre los cuerpos masculino y femenino, y muy especialmente, la diferencia anatómica entre los órganos sexuales, puede aparecer de ese modo como la justificación natural de la diferencia socialmente establecida entre los sexos, y en especial de la división sexual del trabajo.
La misma protección “caballeresca”, además de que puede llevar a su confinamiento o servir para justificarla, puede contribuir también a mantener a las mujeres al margen de cualquier contacto con todos los aspectos del mundo real “para los cuales no están hechas” porque ellos no están hechos para ellas.
De acuerdo con la lógica habitual del prejuicio desfavorable, la representación masculina puede condenar las capacidades o las incapacidades femeninas que ella misma exige o contribuye a producir. De ese modo observamos que “el mercado de las mujeres no se termina” -son parlanchinas y sobre todo pueden pasarse siete días y siete noches discutiendo sin decidirse- o, para manifestar su acuerdo, las mujeres tienen que decir sí dos veces.
El placer masculino es, por una parte, disfrute del placer femenino, del poder de hacer disfrutar. Es indudable que Catherine MacKinnon acierta al ver en la “simulación del orgasmo”, una demostración ejemplar del poder masculino de conformar la interacción entre los sexos de acuerdo con la visión de los hombres, que esperan del orgasmo femenino una prueba de su virilidad, y el placer asegurado de esta forma suprema de la sumisión.
Si la relación sexual aparece como una relación social de dominación es porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo y lo femenino, pasivo, y ese principio crea, organiza, expresa y dirige el deseo, el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de la dominación masculina, como subordinación erotizada, o incluso, en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación.
Cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión.
La lógica, esencialmente social, de lo que se llama “vocación” tiene como efecto producir tales encuentro armoniosos entre las disposiciones y las posiciones que hacen que las víctimas de la dominación psicológica puedan realizar dichosamente (en su doble sentido) las tareas subalternas o subordinadas atribuidas a sus virtudes de sumisión, amabilidad, docilidad, entrega y abnegación.
Habría que enumerar todos los caso en que los hombres mejor intencionados (la violencia simbólica, como sabemos, no opera en el orden de las intenciones conscientes) realizan unas acciones discriminatorias, que excluyen a las mujeres, sin siquiera planteárselo, de las posiciones de autoridad, reduciendo sus reivindicaciones a caprichos, merecedoras de una palabra de apaciguamiento o de una palmadita en la mejilla.
El hombre no puede realizar sin rebajarse determinadas tareas domésticas consideradas inferiores (entre otras razones porque no considera que pueda realizarlas), las mismas tareas pueden ser nobles y difíciles cuando son realizadas por unos hombres, o insignificantes e imperceptibles, fáciles y triviales, cuando corren a cargo de las mujeres, como lo recuerda la diferencia que separa al cocinero de la cocinera, al modisto de la modista; basta con que los hombres se apoderen de tareas consideradas femeninas y las realicen fuera de la esfera privada para que se vean ennoblecidas y transfiguradas.
De acuerdo con la ley universal de la adecuación a las esperanza a las posibilidades, de las aspiraciones a las oportunidades, la experiencia prolongada e invisiblemente amputada de un mundo totalmente sexuado tiende a hacer desaparecer, diseminándola, la misma inclinación a realizar los actos que no corresponden a las mujeres, sin tener ni siquiera que rechazarlos.
“Cuanto más me trataban como mujer, en más mujer me convertía. Me adaptaba de grado o a la fuerza. Si me supusieran incapaz de retroceder unos escalones o de abrir unas botellas, sentiría extrañamente, que me estaba volviendo incompetente. Si alguien pensaba que una maleta era demasiado pesada para mí, inexplicablemente, yo también lo consideraría así”.
Para alcanzar plenamente cierta posición, una mujer tendría que poseer no sólo lo que exige explícitamente la descripción del puesto, sino también todo un conjunto de propiedades que sus ocupantes añaden habitualmente al mismo, una estatura física, una voz, o unas disposiciones como la agresividad, la seguridad, la “distancia respecto al papel”, la llamada autoridad natural, etc. para las que los hombres han sido preparados en cuanto que hombres.
Al sentir la necesidad de la mirada de los demás para construirse, las mujeres están constantemente orientadas en su práctica para la evaluación anticipada del precio que su apariencia corporal, su manera de mover el cuerpo y de presentarlo, podrá recibir (de ahí una propensión más o menos clara a la autodenigración y a la asimilación del juicio social bajo la forma de malestar corporal o timidez.
La iglesia, habitada por el profundo antifeminismo de un clero dispuesto a condenar todas las faltas femeninas a la decencia, especialmente en materia de indumentaria, y notoria reproductora de una visión pesimista de las mujeres y de la feminidad, inculca (o inculcaba) explícitamente una moral profamiliar, enteramente dominada por los valores patriarcales, especialmente por el dogma de la inferioridad natural de las mujeres.
Sea cual sea su posición en el espacio social, las mujeres tienen en común su separación de los hombres por un coeficiente simbólico negativa que, al igual que el color de la piel para los negros o cualquier otro signo de pertenencia a un grupo estigmatizado, afecta de manera negativa a todo lo que son y a todo lo que hacen, y está en el principio de un conjunto sistemático de diferencias homólogas.
A través de la experiencia de un orden social “sexualmente” ordenado y los llamamientos explícitos al orden que les dirigen sus padres, sus profesores y sus condiscípulos, dotados a su vez de principios de visión adquiridos en unas experiencias semejantes del mundo, las chicas asimilan, bajo formas de esquemas de percepción y de estimación difícilmente accesibles a la conciencia, los principios de división dominante que les lleven a considerar normal, o incluso natural, el orden social tal cual es y a anticipar de algún modo su destino, rechazando las ramas o las carreras de las que están en cualquier caso excluidas, precipitándose hacia aquellas que, en cualquier caso, están destinadas.
La dominación masculina, que convierte a las mujeres en objetos simbólicos, cuyo ser es un ser percibido, tiene el efecto de colocarlas en un estado permanente de inseguridad corporal o, mejor dicho, de dependencia simbólica. Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles. Se espera de ellas que sean “femeninas”, es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas. Y la supuesta “feminidad” sólo es a menudo una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas, especialmente en materia de incremente del ego. Consecuentemente, la relación de dependencia respecto a los demás (y no únicamente respecto a los hombres) tiende a convertirse en constitutivo de su ser.
Pierre Bourdieu era feminista y era hombre. ¡Increíble!
2 FebYo dije: Andrés es feminista. Yo respeto y adoro a este hombre porque él adora, respeta y reverencia a las mujeres. Me tiene en un merecido pedestal.
Ella dijo: Hombre que le diga que es feminista, una de dos: se la quiere comer o es gay. ATT: Freud y Dios.
Yo dije: Mira, Pierre Bourdieu es feminista. Increíble que sea un hombre quien tenga que decir esto:
Las armas del débil son siempre armas débiles.
Se dice del pene que es el único macho que incuba dos huevos.
«Para muchas mujeres, un estatuto dominante de los hombres es excitante».
Pensemos en los pasitos rápidos de algunas muchachas con pantalones y zapatos planos.
La fuerza del orden masculino se descubre en el hecho de que prescinde de cualquier justificación.
La familia es la que asume sin duda el papel principal en la reproducción de la dominación y de la visión masculinas.
El acto sexual en sí mismo está pensado en función del principio de la primacía de la masculinidad.
Lo típico de los dominadores es ser capaces de hacer que se reconozca como universal su manera de ser particular.
Encima o debajo, activo o pasivo, estas alternativas paralelas describen el acto sexual como una relación de dominación.
La visión androcéntrica se impone como neutra y no siente la necesidad de enunciarse en unos discursos capaces de legitimarla.
El orden social funciona como una inmensa máquina simbólica que tiende a ratificar la dominación masculina en la que se apoya.
Si las mujeres son especialmente propensas al amor llamado romántico, se debe sin duda, por una parte, a que están especialmente interesadas en ello.
Cualquier oficio, sea cual sea, se ve en cierto modo cualificado por el hecho de ser realizado por los hombres (que, desde ese punto de vista, son todos, por definición, de calidad).
El principio de visión de dominante no es una simple representación mental, un fantasma («unas ideas en la cabeza»), una «ideología», sino un sistema de estructuras establemente inscritas en las cosas y en los cuerpos.
Al estar la mujer constituida como una identidad negativa, definida únicamente por defecto, sus virtudes sólo pueden afirmarse en una doble negación, como vicio negado o superado, o como mal menor.
Inscrito en las cosas el orden masculino se inscribe también en los cuerpos a través de las conminaciones tácitas implicadas en las rutinas de la división del trabajo o de los rituales colectivos o privados.
Las mujeres son capaces de hablar de su marido con mucho detalle, mientras que los hombres sólo pueden describir a su mujer a través de estereotipos muy generales, válidos para «las mujeres en general».
A los ojos de los hombres, las mujeres que, rompiendo la relación tácita de disponibilidad, se reapropian en cierto modo de su imagen corporal, y con ello, de su cuerpo, aparecen como no «femenina», prácticamente como lesbiana.
Al estar simbólicamente destinadas a la resignación y a la discreción, las mujeres sólo pueden ejercer algún poder dirigiendo contra el fuerte su propia fuerza o accediendo a difuminarse y, en cualquier caso, negar un poder que ellas sólo pueden ejercer por delegación (como eminencias grises).
Las mujeres francesas manifiestan, en una amplísima mayoría, que desean tener una pareja de mayor edad y también, de manera muy coherente, de mayor altura física, y dos terceras partes de ellas llegan a rechazar explícitamente a un hombre más bajo.
Todo, en la génesis del hábito femenino y en las condiciones sociales de su actualización, contribuye a hacer de la experiencia femenina del cuerpo el límite de la experiencia universal del cuerpo-para-otro, incesantemente expuesta a la objetividad operada por la mirada y el discurso de los otros.
A los que puedan objetar que muchas mujeres han roto actualmente con las normas y las formalidades tradicionales del pudor y verían en el espacio que dejan a la exhibición controlada del cuerpo un indicio de «liberación» basta con indicarles que esta utilización del propio cuerpo permanece evidentemente subordinada al punto de vista masculino.
Forma especial de la peculiar lucidez de los dominados, la llamada «intuición femenina» es, en nuestro propio universo, inseparable de la sumisión objetiva y subjetiva que estimula u obliga a la atención y a las atenciones, a la vigilancia y a la atención necesarias para adelantarse a los deseos o presentir los disgustos.
Los hombres (y las propias mujeres) no pueden ver que la lógica de la relación de dominación es la que consigue imponer e inculcar a las mujeres, en la misma medida que las virtudes dictadas por la moral, todas las propiedades negativas que la visión dominante imputa a su naturaleza, como la astusia, o por tomar una característica más favorable, la intuición.
El cuerpo tiene su parte delantera, lugar de diferencia sexual, y su parte trasera, sexualidad indiferencia, y potencialmente femenina, es decir, pasiva, sometida, como lo recuerdan, mediante el gesto o palabra, los insultos mediterráneos (especialmente el famoso «corte de mangas») contra la homosexualidad.
La diferencia biológica entre los sexos, es decir, entre los cuerpos masculino y femenino, y muy especialmente, la diferencia anatómica entre los órganos sexuales, puede aparecer de ese modo como la justificación natural de la diferencia socialmente establecida entre los sexos, y en especial de la división sexual del trabajo.
La misma protección «caballeresca», además de que puede llevar a su confinamiento o servir para justificarla, puede contribuir también a mantener a las mujeres al margen de cualquier contacto con todos los aspectos del mundo real «para los cuales no están hechas» porque ellos no están hechos para ellas.
De acuerdo con la lógica habitual del prejuicio desfavorable, la representación masculina puede condenar las capacidades o las incapacidades femeninas que ella misma exige o contribuye a producir. De ese modo observamos que «el mercado de las mujeres no se termina» -son parlanchinas y sobre todo pueden pasarse siete días y siete noches discutiendo sin decidirse- o, para manifestar su acuerdo, las mujeres tienen que decir sí dos veces.
El placer masculino es, por una parte, disfrute del placer femenino, del poder de hacer disfrutar. Es indudable que Catherine MacKinnon acierta al ver en la «simulación del orgasmo», una demostración ejemplar del poder masculino de conformar la interacción entre los sexos de acuerdo con la visión de los hombres, que esperan del orgasmo femenino una prueba de su virilidad, y el placer asegurado de esta forma suprema de la sumisión.
Si la relación sexual aparece como una relación social de dominación es porque se constituye a través del principio de división fundamental entre lo masculino, activo y lo femenino, pasivo, y ese principio crea, organiza, expresa y dirige el deseo, el deseo masculino como deseo de posesión, como dominación erótica, y el deseo femenino como deseo de la dominación masculina, como subordinación erotizada, o incluso, en su límite, reconocimiento erotizado de la dominación.
Cuando los dominados aplican a lo que les domina unos esquemas que son el producto de la dominación, o, en otras palabras, cuando sus pensamientos y sus percepciones están estructurados de acuerdo con las propias estructuras de la relación de dominación que se les ha impuesto, sus actos de conocimiento son, inevitablemente, unos actos de reconocimiento, de sumisión.
La lógica, esencialmente social, de lo que se llama «vocación» tiene como efecto producir tales encuentro armoniosos entre las disposiciones y las posiciones que hacen que las víctimas de la dominación psicológica puedan realizar dichosamente (en su doble sentido) las tareas subalternas o subordinadas atribuidas a sus virtudes de sumisión, amabilidad, docilidad, entrega y abnegación.
Habría que enumerar todos los caso en que los hombres mejor intencionados (la violencia simbólica, como sabemos, no opera en el orden de las intenciones conscientes) realizan unas acciones discriminatorias, que excluyen a las mujeres, sin siquiera planteárselo, de las posiciones de autoridad, reduciendo sus reivindicaciones a caprichos, merecedoras de una palabra de apaciguamiento o de una palmadita en la mejilla.
El hombre no puede realizar sin rebajarse determinadas tareas domésticas consideradas inferiores (entre otras razones porque no considera que pueda realizarlas), las mismas tareas pueden ser nobles y difíciles cuando son realizadas por unos hombres, o insignificantes e imperceptibles, fáciles y triviales, cuando corren a cargo de las mujeres, como lo recuerda la diferencia que separa al cocinero de la cocinera, al modisto de la modista; basta con que los hombres se apoderen de tareas consideradas femeninas y las realicen fuera de la esfera privada para que se vean ennoblecidas y transfiguradas.
De acuerdo con la ley universal de la adecuación a las esperanza a las posibilidades, de las aspiraciones a las oportunidades, la experiencia prolongada e invisiblemente amputada de un mundo totalmente sexuado tiende a hacer desaparecer, diseminándola, la misma inclinación a realizar los actos que no corresponden a las mujeres, sin tener ni siquiera que rechazarlos.
«Cuanto más me trataban como mujer, en más mujer me convertía. Me adaptaba de grado o a la fuerza. Si me supusieran incapaz de retroceder unos escalones o de abrir unas botellas, sentiría extrañamente, que me estaba volviendo incompetente. Si alguien pensaba que una maleta era demasiado pesada para mí, inexplicablemente, yo también lo consideraría así».
Para alcanzar plenamente cierta posición, una mujer tendría que poseer no sólo lo que exige explícitamente la descripción del puesto, sino también todo un conjunto de propiedades que sus ocupantes añaden habitualmente al mismo, una estatura física, una voz, o unas disposiciones como la agresividad, la seguridad, la «distancia respecto al papel», la llamada autoridad natural, etc. para las que los hombres han sido preparados en cuanto que hombres.
Al sentir la necesidad de la mirada de los demás para construirse, las mujeres están constantemente orientadas en su práctica para la evaluación anticipada del precio que su apariencia corporal, su manera de mover el cuerpo y de presentarlo, podrá recibir (de ahí una propensión más o menos clara a la autodenigración y a la asimilación del juicio social bajo la forma de malestar corporal o timidez.
La iglesia, habitada por el profundo antifeminismo de un clero dispuesto a condenar todas las faltas femeninas a la decencia, especialmente en materia de indumentaria, y notoria reproductora de una visión pesimista de las mujeres y de la feminidad, inculca (o inculcaba) explícitamente una moral profamiliar, enteramente dominada por los valores patriarcales, especialmente por el dogma de la inferioridad natural de las mujeres.
Sea cual sea su posición en el espacio social, las mujeres tienen en común su separación de los hombres por un coeficiente simbólico negativa que, al igual que el color de la piel para los negros o cualquier otro signo de pertenencia a un grupo estigmatizado, afecta de manera negativa a todo lo que son y a todo lo que hacen, y está en el principio de un conjunto sistemático de diferencias homólogas.
A través de la experiencia de un orden social «sexualmente» ordenado y los llamamientos explícitos al orden que les dirigen sus padres, sus profesores y sus condiscípulos, dotados a su vez de principios de visión adquiridos en unas experiencias semejantes del mundo, las chicas asimilan, bajo formas de esquemas de percepción y de estimación difícilmente accesibles a la conciencia, los principios de división dominante que les lleven a considerar normal, o incluso natural, el orden social tal cual es y a anticipar de algún modo su destino, rechazando las ramas o las carreras de las que están en cualquier caso excluidas, precipitándose hacia aquellas que, en cualquier caso, están destinadas.
La dominación masculina, que convierte a las mujeres en objetos simbólicos, cuyo ser es un ser percibido, tiene el efecto de colocarlas en un estado permanente de inseguridad corporal o, mejor dicho, de dependencia simbólica. Existen fundamentalmente por y para la mirada de los demás, es decir, en cuanto que objetos acogedores, atractivos, disponibles. Se espera de ellas que sean «femeninas», es decir, sonrientes, simpáticas, atentas, sumisas, discretas, contenidas, por no decir difuminadas. Y la supuesta «feminidad» sólo es a menudo una forma de complacencia respecto a las expectativas masculinas, reales o supuestas, especialmente en materia de incremente del ego. Consecuentemente, la relación de dependencia respecto a los demás (y no únicamente respecto a los hombres) tiende a convertirse en constitutivo de su ser.
Bourdieu, pierre. La dominación masculina. Madrid: Anagrama. 1996.
La estrategia de la lucha por el poder
5 FebLa estrategia de la lucha por el poder es convertirse en la variable desconocida en los cálculos de los demás, al tiempo que se les niega un papel similar en sus propios cálculos. En términos más sencillos, esto significa que el dominio se consigue eliminando las reglas que limitan la libertad de elección de uno, a la vez que se imponen otras reglas limitadoras posibles a la conducta de todos los demás. Cuanto más amplio sea mi margen de maniobra, mayor será mi poder. Cuanta menos libertad de elección tenga, más débiles serán mis probabilidades en la lucha por el poder.
Zygmunt Bauman
Cocteles para todos los gustos después de la muerte
5 FebPodría desearse la salvación de la servidumbre política y social y el ingreso, en el futuro, a un reino mesiánico de este mundo.
Se podía desear la salvación de encontrarse contaminado por impurezas rituales y esperar obtener la pura belleza de la existencia psíquica y corporal.
Se podía desear librarse de la prisión en un cuerpo impuro y esperar alcanzar una existencia puramente espiritual.
Se podía desear la salvación del mal radical y de la servidumbre del pecado y esperar la eterna y libre bondad en el seno de un dios padre.
Se podía desear la salvación de la servidumbre del trabajo bajo la determinación astrológicamente concebida de las constelaciones estelares y anhelar la dignidad de la libertad y la participación en el ser de la divinidad oculta.
Se podía desear trascender los límites de lo finito, que se manifiestan en dolor, miseria y muerte y desasirse del amenazante castigo del infierno, y aguardar una eterna beatitud en una vida futura terrenal o paradisíaca.
Se podía desear liberación del ciclo de reencarnaciones y de sus implacables consecuencias por los actos de tiempos pasados y aguardar el logro de una eterna tranquilidad.
Se podía desear emerger de pensamientos y acontecimientos sin sentido y esperar dormir sin soñar.
Max Weber, en Sociología de la religión.
El experimento de Milgram
5 FebEn 1961, cuando Stanley Milgram todavía era profesor auxiliar de la universidad de Yale, puso un anuncio en el New Haven Registrer, de Connecticut, invitando a los lectores a participar en un estudio científico sobre la memoria. Se dijo a los participantes que se centraría en el efecto del castigo sobre el aprendizaje, y les dejaron en una sala para que observaran a un hombre que tenía colocados electrodos que -según se aseguró a los participantes- le daban descargas eléctricas dolorosas. Luego se dijo a las personas reclutadas que leyeran una lista de asociaciones de palabras y que dieran al alumno una descarga eléctrica cuando cometieran errores, usando una consola con interrupciones que iban de 15 a 450 voltios indicado como «XXX».
Aunque estaban separados por una pared, los participantes podían oír al alumno y sus gritos de dolor cuando recibía las descargas eléctricas después de cada error. A medida que aumentaba su agonía, muchos de los participantes protestaron, solo para que el científico encargado les dijera que podían continuar. Y el 65% de ellos lo hicieron hasta llegar a «XXX», momento en el cual los gritos habían dado paso a un ominoso silencio.
Solo cuando el experimento terminó se dijo a los participantes la verdad: que el alumno no era más que un actor y que no le habían hecho daño en absoluto. Milgram había demostrado que se podía persuadir a la gente corriente, desde amas de casa hasta ingenieros, para que abusaran de un perfecto extraño hasta llegar a matarlo, si creían que podían pasar esta responsabilidad a quienes tienen autoridad. En la década de 1960 se consideró que el experimento de Milgram aclaraba, de manera escalofriante, las acciones de los nazis. Como demuestra el reciente escándalo sobre el tratamiento dado a los prisioneros iraquíes, el experimento de Milgram no ha perdido ni un ápice de su relevancia.
Robert Mattheus, en 25 grandes ideas. Madrid: Espasa. 2007: 30.
Comentarios recientes