Este año me invitaron a ser columnista y acepté, me preguntaron si quería publicar mi columna cada ocho días o cada quince y yo respondí sin dudar: «cada ocho días». Quería escribir -claro- sobre procesos de escritura en las redes sociales, tenía mucho que decir y lo diría y empecé a escribir mi columna semanal. Cuando había escrito cuatro o cinco profundas reflexiones sobre Twitter, twitteros y tweets sentí que a medida que publicaba se agotaban las ideas y que no podía fallarme a mí misma, no podía olvidar que me había prometido muy joven -a los nueve años- no repetir lo mismo cien veces por plata, prestigio, orgullo u obligación y que sería una tontería ceder a los cuarenta.
Después de haber publicado menos de diez textos le escribí a quien me había invitado a ser columnista: «Pensé que tenía mucho que decir pero no era cierto y no quiero escribir sin deseo, no quiero escribir por escribir, no quiero posar de intelectual, inteligente, crítica, contestataria, informada o actualizada, no quiero parecer forzada como casi todos los columnistas en algún momento de su triste carrera».
A veces pienso en los columnistas por contrato y siento escalofrio, una semana se pasa muy rápido y no cambia mucho el panorama como para que todos los pensadores tengan algo que decir, algo tan bien pensado que ponga en actitud reflexiva a sus lectores. También pienso en María Isabel Rueda: todos los días en W Radio Colombia anuncian a la «pensadora» con un «Y mientras tanto, ¿qué se estará preguntando María Isabel?». María Isabel Rueda no me parece precisamente la gran pensadora colombiana pero ella se obliga a hacerse dos o tres preguntas trascendentales cada mañana. Yo no podría vivir así, el mejor tiempo es el que transcurre tranquilamente y creo que las grandes ideas, las grandes preguntas, los grandes pensamientos, aparecen en el momento menos pensado, sin que lo planeemos, sin que nos paguen por pensar.
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