Tag Archives: Louise Colet

Ella

31 Ene

Ella es el personaje perfecto para crear una horripilante historia de horror como la que vamos a desarrollar aquí, a partir de este momento.

Ella es una especie de tuza de un buen amor, ella, por sobre todas las cosas del mundo y aunque nos duela y nos cueste reconocerlo… Ella sabe escribir. Ella escribe muy bien, es imposible no leerla y pensar  en ella intermediado por un suspiro y mucha confusión:

¿Quién es ella?

Ella nos ha dicho de todas las formas posibles que es una mujer y nosotros seguimos empeñados en imaginárnosla como nos dé la gana, según nuestro estado de ánimo y nuestro coeficiente intelectual, según nuestros deseos de discutir con ella para que nos responda de forma altanera; queremos provocarla, queremos herirla, queremos que nos responda como un ser humano, como una colombiana. Y ella sólo responde con el silencio, como un ser inmisericorde y mudo, o  como sabe responder ella, con escritura, con la mejor escritura. Así es como ella mejor nos explica que ella es ella y que no es él quien se dirige a nosotros. Léanla, lloren de admiración con su estilo característico. Si en algún momento han dudado de esta mujer y de su genio deslumbrante les pido que le pidan perdón de rodillas, llorando:

Los textos escritos, a diferencia de la narración o el diálogo oral, conservan el discurso y se convierten en archivos disponibles para la memoria individual y colectiva, si la lectura es posible es porque el texto no está cerrado en sí mismo sino abierto a otra cosa. Leer es encadenar un discurso conocido al discurso del texto que se está leyendo, relacionar experiencias anteriores de lectura y de vida y actualizar o activar la lectura de nuevos textos o de textos ya leídos a partir de perspectivas nuevas, la capacidad de reactualización de los documentos escritos es lo que garantiza su carácter abierto. En la correspondencia de Flaubert, y especialmente en las Cartas a Louise Colet, esta regla se evidencia en todo su esplendor puesto que al lector se le brinda la posibilidad de encontrar una y otra vez, expresado desde diversas perspectivas y con énfasis diferentes, desde la voz del enamorado que expresa la intensidad de sus sentimientos sólo a través de la escritura y desde la distancia, pasando por los más honestos consejos para emprender una vida menos dolorosa -toda una filosofía de la vida con argumentos lo suficientemente lógicos, sólidos y consecuentes- hasta las reflexiones más lúcidas relacionadas con el arte, la lectura y la escritura, sopesadas por un hombre que se autoproclama como un practicante del misticismo estético.

Para Flaubert el amor loco y las valores de la vida comunitaria como experiencias humanas son inferiores a las que proporciona la relectura de un clásico en absoluta soledad; él necesita de todo su tiempo para volver una y otra vez sobre los autores que más admira: Cervantes, Rabelais, Epicteto… y se empeñó en convertir en realidad la escritura de las obras con las que soñó. Ese fue su gran ideal y lo alcanzó a fuerza de trabajo, soledad y perseverancia, tres valores que enaltece a lo largo de su correspondencia.

Flaubert le escribía a su amante para distraerse del trabajo o para desatar la ira, la felicidad o la impotencia que generaba en él la escritura de su obra literaria más importante: Madame Bovary. La gran paradoja alrededor de la escritura simultánea de estos dos textos está relacionada con el hecho de que a pesar del innegable valor estético de la novela la lectura de las cartas en algunas ocasiones puede llegar a ser más estimulante, actual y universal, este hecho se debe, tal vez, a que son expresión cabal de lo que el mismo Flaubert consideraba sería la gran obra literaria del futuro: un texto autobiográfico escrito con total sinceridad, buen estilo y sin omitir detalles que pongan a salvo la imagen del escritor: “Cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa” (Flaubert. 1989. 95).

El principal objeto de estudio de Flaubert a lo largo de su vida fue él mismo y la experiencia amorosa con Louise Colet se constituyó en el mejor pretexto para profundizar más en su autocontemplación, en algunas ocasiones es asombrosa la convicción de Flaubert para expresar sus sentimientos y otorgarle un lugar preciso o cada pasión, casi siempre de manera racional y calculada, en medio de la placidez que le proporciona el hecho de compartir impresiones sobre la gran pasión de su vida -la lectura y la escritura- con una mujer que además de eso lo ama y estuvo dispuesta siempre a soportar sus cambiantes estados de ánimo y sus ausencias.

Flaubert escribe sobre la vida y la muerte, sobre las pasiones y las flaquezas humanas, sobre el arte, la lectura y la escritura. En vista de que se trata de un hombre tan consecuente consigo mismo y ha constituido su vida de tal manera que cada idea y acción suyas se corresponden de manera plena, sobran más explicaciones.

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Te hice un triste regalo al ofrecerte mi amistad

12 Ene

No estimes tanto mi talento, no aspiro a ser un Goethe, pues las velas resultan pálidas al lado del sol y, aunque no lo creas, no me esfuerzo por remedar a nadie, y a los grandes hombres mucho menos. En cuanto a mi corazón, su conducto es angosto y está embozado, el líquido no sale de él con facilidad, va corriendo arriba y da vueltas como un torbellino… todo él lleno de bajos fondos movedizos, muchos barcos embarcaron en ellos.

Adiós, trata de olvidarme; yo nunca te olvidaré. Te equivocaste al decirme que sólo sentía por ti curiosidad. Hay más, pero tú sólo crees en las cosas cuando son extremas. Adiós otra vez. Siempre que necesites algo me encontrarás.

Gustave Flaubert, a Louise Colet

La carta de amor que a cualquier mujer le gustaría recibir

11 Ene

¡Qué hermosos son los versos que me envías! Su ritmo es dulce como la caricia de tu voz cuando incluyes mi nombre en tu tierno balbuceo. Perdóname si me parecen los más bellos de todos cuantos has escrito. No es amor propio lo que he sentido al pensar que estaban hechos para mí, no, es amor, es ternura. ¿Sabes que tus brazos de sirena hechizarían al más duro? Sí, hermosa mía, me has apresado con tu encanto, me has empapado con tu sustancia. ¡Oh!, si he podido parecerte frío, si mis sátiras son rudas y te hieren, quiero, cuando vuelva a verte, rodearte de amor, de voluptuosidad, de embriaguez; quiere colmarte con todas las felicidades de la carne, hasta cansarte, hasta hacerte morir. Quiero que te asombres de mí y que, en tu interior, te confieses que ni siquiera habías soñado que existiesen semejantes arrebatos. Yo he sido feliz y deseo que tú lo seas también. Quiero que, cuando llegues a vieja, recuerdes estas pocas horas, y que tus huesos ya resecos, se estremezcan de gozo al recordarlas.

Flaubert, a Louise Colet

Un pobre muchacho

5 Feb

Si alguna vez se enamora de ti un pobre muchacho que te encuentra hermosa, un chico como era yo, tímido, dulce, tembloroso, que te tiene miedo y te busca, te evita y te persigue, sé buena con él, no lo rechaces, dale solamente tu mano a besar; morirá de embriaguez. Pierde tu pañuelo, lo recogerá y dormirá con él; se revolcará encima, llorando.

Flaubert a Louise Colet

 

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Aforismos de Flaubert en las cartas a Louise Colet

4 Feb

Los textos escritos, a diferencia de la narración o el diálogo oral, conservan el discurso y se convierten en archivos disponibles para la memoria individual y colectiva, si la lectura es posible es porque el texto no está cerrado en sí mismo sino abierto a otra cosa. Leer es encadenar un discurso conocido al discurso del texto que se está leyendo, relacionar experiencias anteriores de lectura y de vida y actualizar o activar la lectura de nuevos textos o de textos ya leídos a partir de perspectivas nuevas, la capacidad de reactualización de los documentos escritos es lo que garantiza su carácter abierto. En la correspondencia de Flaubert, y especialmente en las Cartas a Louise Colet, esta regla se evidencia en todo su esplendor puesto que al lector se le brinda la posibilidad de encontrar una y otra vez, expresado desde diversas perspectivas y con énfasis diferentes, desde la voz del enamorado que expresa la intensidad de sus sentimientos sólo a través de la escritura y desde la distancia, pasando por los más honestos consejos para emprender una vida menos dolorosa -toda una filosofía de la vida con argumentos lo suficientemente lógicos, sólidos y consecuentes- hasta las reflexiones más lúcidas relacionadas con el arte, la lectura y la escritura, sopesadas por un hombre que se autoproclama como un practicante del misticismo estético.

Para Flaubert el amor loco y las valores de la vida comunitaria como experiencias humanas son inferiores a las que proporciona la relectura de un clásico en absoluta soledad; él necesita de todo su tiempo para volver una y otra vez sobre los autores que más admira: Cervantes, Rabelais, Epicteto… y se empeñó en convertir en realidad la escritura de las obras con las que soñó. Ese fue su gran ideal y lo alcanzó a fuerza de trabajo, soledad y perseverancia, tres valores que enaltece a lo largo de su correspondencia.

Flaubert le escribía a su amante para distraerse del trabajo o para desatar la ira, la felicidad o la impotencia que generaba en él la escritura de su obra literaria más importante: Madame Bovary. La gran paradoja alrededor de la escritura simultánea de estos dos textos está relacionada con el hecho de que a pesar del innegable valor estético de la novela la lectura de las cartas en algunas ocasiones puede llegar a ser más estimulante, actual y universal, este hecho se debe, tal vez, a que son expresión cabal de lo que el mismo Flaubert consideraba sería la gran obra literaria del futuro: un texto autobiográfico escrito con total sinceridad, buen estilo y sin omitir detalles que pongan a salvo la imagen del escritor: «Cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa» (Flaubert. 1989. 95).

El principal objeto de estudio de Flaubert a lo largo de su vida fue él mismo y la experiencia amorosa con Louise Colet se constituyó en el mejor pretexto para profundizar más en su autocontemplación, en algunas ocasiones es asombrosa la convicción de Flaubert para expresar sus sentimientos y otorgarle un lugar preciso o cada pasión, casi siempre de manera racional y calculada, en medio de la placidez que le proporciona el hecho de compartir impresiones sobre la gran pasión de su vida, la lectura y la escritura, con una mujer que además de eso lo ama y estuvo dispuesta siempre a soportar sus cambiantes estados de ánimo y sus ausencias.

Flaubert escribe sobre la vida y la muerte, sobre las pasiones y las flaquezas humanas, sobre el arte, la lectura y la escritura. En vista de que se trata de un hombre tan consecuente consigo mismo y ha constituido su vida de tal manera que cada idea y acción suyas se corresponden de manera plena, sobran más explicaciones:

Un polvo dura un minuto, y lo has deseado durante meses.

Quisiera escribir palabras que te hicieran llorar de admiración.

Las pasiones son buenas, pero no en exceso; hacen perder mucho tiempo.

Se llegan a hacer cosas hermosas a fuerza de paciencia y de larga energía.

La felicidad es una mentira cuya búsqueda causa todas las calamidades de la vida.

¡Qué mecánica supone lo natural, y cuántas artimañas hacen falta para ser auténtico!

Me gustan los tipos tajantes y energúmenos. Sin fanatismo no se hace nada grande.

Ser tonto, egoísta y tener buena salud, son las tres condiciones requeridas para ser feliz.

Todos los grandes voluptuosos son púdicos; hasta ahora no he visto excepciones.

La naturaleza exterior nos avergüenza: es de una serenidad desoladora para nuestro orgullo.

No creo en el remordimiento: es una palabra de melodrama que jamás consideré auténtica.

Me gusta agotar las cosas. Y todo se agota; jamás he tenido un sentimiento sin tratar de agotarlo.

Por un instante he visto la sima, he comprendido el abismo, y luego el vértigo me ha arrastrado.

Así que tú también has sondeado el abismo y has visto el fondo allá donde creías que no lo había.

Ahora siento hacia mis semejantes un odio sereno, o una piedad tan inactiva que es lo mismo.

Más que galopar, Pegaso suele ir al paso. Todo el talento consiste en tomar el ritmo que uno quiere.

Las mujeres confunden el culo con el corazón y creen que la luna está hecha para alumbrar su cuarto.

Para aguantar todo lo que precisas, ángel mío, hazte una coraza secreta compuesta de poesía y orgullo.

Temo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe bien, sin embargo, lo que sucede en estos momentos dentro de mí.

Hay que apoyarse sobre los fuertes y sobre lo eterno, y no sobre nuestras pasiones tornasoladas y cambiantes.

Me disgusta profundamente el periódico, es decir, lo efímero, lo pasajero, lo que es importante hoy y no lo será mañana.

Cuando uno vale algo, buscar el éxito es estropearse sin motivo, y buscar la gloria es quizá perderse completamente.

Lo que vuelve tan hermosas las figuras de la antigüedad es que eran originales: ahí está todo, el sacar de uno mismo.

No soy ruiseñor, sino curraca de grito agrio que se oculta en el fondo de los bosques para no ser oída sino por ella misma.

Si no me quisieras, me moriría; como me quieres, aquí estoy, escribiéndote que te detengas. Mi propia estupidez me da asco.

Cada día me doy cuenta de lo poco que tengo, y la profundidad de mi vacío no iguala sino la paciencia que dedico a contemplarlo.

Por mucho que escondo lo más posible mis dolores en mi interior, a veces salen, y desgarran a quienes estrecho entre mis brazos.

La felicidad es un usurero que, por un cuarto de hora de dicha que te presta, te hace pagar todo un cargamento de desgracias.

Los nudos más sólidos se desatan por sí mismos, porque la cuerda se gasta. Todo se va, todo pasa; el agua corre y el corazón olvida.

La comicidad llegada al extremo, la comicidad que no hace reir, el lirismo en la broma es para mí lo que más me seduce como escritor.

Esta disposición para planear sobre uno mismo es quizá la fuente de toda virtud. Te arranca de la personalidad, lejos de retenerte en ella.

¡Camina, venga, no mires hacia atrás ni hacia adelante; pica piedras como un peón, con la cabeza gacha, latiéndote el corazón siempre, siempre!

Yo soy un arabesco de marquetería; hay trozos de marfil, de oro y de hierro; los hay de cartón pintado; los hay de diamante; los hay de hoja de lata.

No presumo de ir hacia un falso ideal de estoicismo, pero evito las ocasiones de sufrimiento y las atracciones peligrosas, de las que ya no se vuelve.

El amor no es lo primero en la vida, sino lo segundo. Es un lecho en el que acuesta uno su corazón para relajarlo. Y uno no puede pasarse todo el día echado.

Las mujeres, que han amado tanto, no conocen el amor, por haber estado demasiado acupadas con él; no tienen un apetito desinteresado por lo Bello.

Lo que constituye la fuerza de una obra es el empalme, como se dice vulgarmente, es decir, una larga energía que corre de un extremo a otro y que no flaquea.

Al amor le pusieron una venda, pues resultaba embarazoso representar sus ojos. Habría sido algo demasiado feo. Lleva tanto tiempo llorando que han de estar rojos.

Porque un imbécil tenga dos pies como yo, en vez de cuatro como un burro, no me creo obligado a quererlo, o al menos, a decir que lo quiero y que me interesa.

El amor, después de todo, no es sino una curiosidad superior, un apetito de lo desconocido que te empuja a la tormenta, a pecho abierto y con la cabeza adelante.

Lo que hace dulces los días es la expansión de la mente, la comunión de ideas, el relato confidencial de lo que se ha soñado, de lo que se desea, de todo lo que se piensa.

Hay que poner el corazón en el arte, la inteligencia en el comercio del mundo, el cuerpo allá donde se encuentre bien, la bolsa en el bolsillo y la esperanza en parte alguna.

Me detesto y me acuso por esa demencia de orgullo que me hace jadear en pos de la quimera. Un cuarto de hora después, todo ha cambiado; el corazón me late de alegría.

Que cada uno se contente con ser honesto, quiero decir con cumplir su deber y no fastidiar al prójimo, y entonces todas las utopías virtuosas se verán rápidamente rebasadas.

¡Si me hubieras amada a los diecisiete años, qué cretino sería ahora! La feliclidad es como la sífilis: si se contrae demasiado joven, puede estropear completamente el temperamento.

No hay un cretino que no haya soñado ser un gran hombre, ni un burro que, al contemplarse en el arroyo junto al que pasaba, no se mirara con placer, encontrándose aires de caballo.

Soy el hermano en Dios en todo lo viviente, de la jirafa y del cocodrilo tanto como del hombre, y conciudadano de todos los inquilinos del gran caserón amueblado que es el Universo.

Lo grotesco triste tiene para mí un encanto inaudito; corresponde a las necesidades íntimas de mi naturaleza, que es bufonescamente amarga. No me hace reir sino soñar largamente.

Amo el arte, y no creo en él. Me acusan de egoísmo, y no creo en mí más que en otra cosa. Amo la naturaleza, y con frecuencia el campo me parece estúpido. Amo los viajes y detesto menearme.

Siempre soy sincero, y no puedes acusarme de haber mentido ni fingido un solo minuto, pues desde la primera hora, desde la primera palabra, dije todo eso; desde el bautismo anuncié el entierro.

Yo le había dado el fondo. Usted quiere, además, lo de encima, la apariencia, los mimos, la atención, los desplazamientos, todo lo que me he matado tratando de explicarle que no podía darle.

Ya he sido amado antes, y mucho, aunque soy de esos seres a los que se olvida pronto, más aptos para hacer nacer la emoción que para hacerla durar. Siempre me quieren un poco como algo raro.

Me parece que tú también tienes tristeza en el corazón, de esa profunda que de nada procede y que, como depende de la sustancia misma de la vida, es tanto mayor cuanto que ésta es más agitada.

La gente que medita, o sea, los champiñones intelectuales que se pudren en su sitio, como yo, hacen bien de vez en cuando en acercarse al fuego. Hace que despidan su jugo, luego quedan aún más secos.

Es fácil, con una jerga convenida, con dos o tres ideas en boga, hacerse pasar por un escritor socialista, humanitario, renovador y precursor de ese porvenir evangélico soñado por los pobres y por los locos.

La idea de dar la vida a alguien me produce horror. Me maldeciría si fuese padre. ¡Un hijo mío! ¡Oh, no, no, no! ¡Perezca toda mi carne, y que no transmita a nadie el hastío y las ignominias de la existencia!

El hastío que me entra por los ojos me rompe, desde el punto de vista nervioso, y además, sufrir durante mucho tiempo el espectáculo de la multitud me hunde siempre en ciénagas de tristeza, donde me asfixio!

Comprendo como cualquier otro lo que debe de experimentarse viendo dormir a un hijo. Yo no habría sido mal padre; pero ¿para qué hacer salir de la nada lo que duerme? Hacer venir a un ser es traer a un desdichado.

No he podido llegar al estoicismo, al que nada afecta, y que no se rebela más ante la estupidez que ante el crimen; pero he conseguido librarme completamente de todo cuanto puede mostrarme la estupidez humana.

Ya he vuelto a mi vida chata y monótona, que sólo tiene algún placer en su uniformidad, y alguna grandeza, quizá, sólo en su perseverancia. En cuanto rompo mi ritmo ordinario y quiero volver a él, siento una amargura sin fondo.

Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza. En estilo es como en música: lo más hermoso y lo más raro que hay es la pureza del sonido.

Lo que siento por ti es un fruto de verano de piel lisa, que cae de la rama al menor soplo y derrama en la hierba su jugo bermejo. Se agarra al tronco, tiene la corteza dura como un coco y erizada de pinchos como los higos chumbos.

Lo que temo no son los leones ni los sablazos, sino las ratas y los alfilerazos. La habilidad práctica de un ser inteligente consiste en saber preservarse de todo eso. Para ello, como en todo, hace falta arte, y sobre todo paciencia.

No ha dado tiempo a su ira para que se enfríe. Una vez más, no se escribe con el corazón, sino con la cabeza, y por bien dotado que esté uno, siempre hace falta esa vieja concentración que da vigor al pensamiento y relieve a la palabra.

He perdido a muertos, he perdido a vivos, y he visto toda las estupidez vanidosa de mis dolores, cuando creía que estos afectos eran necesarios para mi vida. Nada es necesario ni útil. Hay cosas más o menos agradables, eso es todo.

¿Por qué has querido entrometerte en una vida que no me pertenece a mí mismo, y cambiar toda esa existencia a capricho de tu amor? Me ha hecho sufrir el ver los esfuerzos inútiles que hacías para mover esa roca que hace sangrar los dedos cuando se roza.

De día en día siento operarse en mi corazón un alejamiento de mis semejantes que va ensanchándose, y estoy contento de ello, pues mi facultad de aprehensión hacia lo que me es simpático va en aumento, debido a ese mismo alejamiento.

El fondo de mi creencia es no tener ninguna. Ni siquiera creo en mí; no sé si soy idiota o ingenioso, bueno o malo, avaro o pródigo. Como todo el mundo, floto entre todo eso; mi mérito es, quizá, el darme cuenta, y mi defecto, el tener la franqueza de decirlo.

Hay que leer, meditar mucho, pensar siempre en el estilo y escribir lo menos posible, sólo para calmar la irritación de la idea que exige tomar forma, y que se revuelve en nuestro interior hasta que le hemos encontrado una exacta, precisa, adecuada a ella misma.

La prueba de que no soy un fanático de los tonos crudos y de las ideas absolutas es que, tanto como me gustan en arte los amores desordenados y las pasiones que gritan, tanto me gustan en la práctica las amistades voluptuosas y los galanteos sentimentales.

No son las grandes desgracias las que crean la desgracia, ni las grandes felicidades las que hacen la felicidad, sino el tejo fino e imperceptible de mil cinscuntancias banales, de mil detalles tenues, que componen toda una vida de paz radiante o de agitación infernal.

No son las grandes cenas ni las grandes orgías las que alimentan, sino un régimen seguido, sostenido. Trabaja cada día pacientemente un número igual de horas. Toma el hábito de una vida estudiosa y tanquila; primero saborearás en ella un gran encanto y sacarás fuerza.

Lo que a mí me parece lo más elevado del Arte (y lo más difícil) no es hacer reir ni llorar, ni poner cachondo o enfurecer, sino obrar al modo de la naturaleza, es decir, hacer soñar. Por eso las obras más hermosas poseen ese carácter. Son serenas de aspecto e incomprensibles.

Me hablas de un terremoto en Livorno. Aunque abriera la boca al respecto, para dejar escapar las frases consagradas en semejante caso: «¡Es lamentable! ¡Qué horrible desastre! ¿Será posible? ¡Ay, Dios mío!», ¿devolvería la vida a los muertos y sus bienes a los pobres?

San Vicente de Paúl obedecía a un apetito de caridad, como Calígula a un apetito de crueldad. Cada uno goza a su estilo y para sí solo; unos, reflejando la acción sobre sí mismos, convirtiéndose en su causa, centro y finalidad; otros, convidando al mundo entero al festín de su alma.

El éxito no me tienta. Lo que me tienta es lo que puedo darme, mi propia aprobación; y quiza acabaré por prescindir de ella, como habría que tenido que prescindir de la de los demás. Así pues, traslada todo eso a ti, sobre ti, Trabaja, medita, medita sobre todo, condensa tu pensamiento.

Eres precisamente la única mujer a la que he querido y que he conseguido. Hasta ahora me iba a calmar con unas los deseos inspirados por otras. Me has hecho mentirle a mi sistema, a mi corazón, quizá a mi naturaleza, que, siendo incompleta en sí misma, busca siempre lo incompleto.

El amor no está, y no debe estar, en el primer plano de la vida; debe quedarse en la trastienda. Hay otras cosas antes que él, en el alma, que están, creo, más cerca de la luz, más próximas al sol. Conque, si tomas el amor como plato fuerte de la vida: no. Como condimento: sí.

Lo que me impide tomarme en serio, aunque tengo el espíritu bastante grave, es que me encuentro bastante ridículo, no con ese ridículo relativo que es la comicidad teatral, sino con ese ridículo inherente a la propia vida humana, y que brota del acto más sencillo o del gesto más ordinario.

Un hombre querrá a su lavandera y sabrá que es tonta, sin gozar menos por ello. Pero si una mujer ama a un patán, es un genio desconocido, un alma de élite, etc., de modo que, debido a esa natural disposición al bizqueo, no ven la verdad cuando aparece, ni la belleza allá donde se encuentra.

La patria es la tierra, es el universo, son las estrellas, es el aire, es el propio pensamiento, es decir, lo infinito dentro de nuestro pecho. Pero las querellas de pueblo a pueblo, de municipio a barrio, de hombre a hombre, me interesan poco, y sólo me divierten cuando constituyen grandes lienzos en fondo rojo.

Lea y no sueñe. Sumérjase en largos estudios; lo único que hay perennemente bueno es el hábito de un trabajo tozudo. De él se desprende un opio que embota el alma. He pasado por atroces hastíos, y he girado en el vacío, loco de aburrimiento. De eso se salva uno a fuerza de constancia y de orgullo.

Déjame quererte a mi aire, al estilo de mi ser, con lo que tú llamas mi originalidad. Compréndeme y no me acuses. Si te considerase ligera y necia, como las demás mujeres, te engañaría con palabras, promesas y juramentos. ¿Qué me costaría? Pero prefiero quedarme por debajo que por encima de la verdad de mi corazón.

Si por amor entiendes tener una preocupación exclusiva por el ser amado, no vivir más que por él, no ver más que a él de todo cuanto hay en el mundo, estar lleno de su idea, tener el corazón colmado de él… sentir, en una palabra, que tu vida está ligada a esa vida y que ésta se ha convertido en un órgano particular de tu alma: no.

Creo que la noche está hecha para un orden de ideas muy particular, distinto de aquel en que vivimos todo el día; es el momento de los suspiros, de los deseos, del recuerdo y de la esperanza; entonces es cuando, solo y despierto, el pensamiento flota a gusto entre cielo y tierra, como esas aves que viven en las nubes.

He nacido hastiado; esa es la lepra que me corroe. Me aburro de la vida, de mí mismo, de los demás, de todo. A fuerza de voluntad he acabado por adquirir el hábito del trabajo; pero cuando lo interrumpo, todo mi hastío vuelve a la superficie, como una carroña hinchada que exhibe su vientre verde y corrompe el aire que respiramos.

Si alguna vez se enamora de ti un pobre muchacho que te encuentra hermosa, un chico como era yo, tímido, dulce, tembloroso, que te tiene miedo y te busca, te evita y te persigue, sé buena con él, no lo rechaces, dale solamente tu mano a besar; morirá de embriaguez. Pierde tu pañuelo, lo recogerá y dormirá con él; se revolcará encima, llorando.

El extremo de todos mis sentimientos tiene una punta afilada que hiere a los demás, y también a mí mismo, a veces. No me gusta que mis sentimientos sean conocidos por el público, y que en las visitas me arrojen a la cabeza mis propias pasiones, a modo de conversación. Siento que te amaría de manera más ardiente si nadie supiera que te amo.

Nunca hay que pensar en la felicidad, eso atrae al diablo, pues es él quien ha inventado esa idea para hacer enloquecer al género humano. El concepto de paraíso es, en el fondo, más infernal que el de infierno. La hipótesis de una felicidad perfecta es más desesperante que la de un tormento sin descanso, ya que estamos destinados a no encontrarla nunca.

A partir de la noche en que me besaste en la frente, me juré a mí mismo no mentirte nunca. Es el procedimiento más rudo, más brutal; ¿dirás, acaso, el menos tierno? Pero creo que obrar de otro modo sería despreciarte, envilecerte incluso. No estás hecha para que se te sirva con un amor falso y lleno de muecas. Preferiría rajarte la cara que burlarme de ti a tus espaldas.

Me oriento hacia una especie de misticismo estético (si ambas palabras pueden ir juntas), y querría que fuese más fuerte. Cuando ningún estímulo nos viene de los demás, cuando el mundo exterior nos asquea, nos vuelve lánguidos, nos corrompe y nos embrutece, las personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas, en algún lugar, un sitio más limpio para vivir.

¡Cuántos amores, entusiasmos, amistades profundas y vivas simpatías no habré tenido ya, para verlas derretirse como la nieve! Me aferro a lo poco que me queda. He llorado a los muertos, a algunos vivos, y me he reído de lástima ante la vanidad de mis mejores sentimientos y de mis creencias más puras. Pero no arrojo a la calle a los que quieren quedarse conmigo, en mi aburrido aislamento.

Antes pasé largas horas soñando con triunfos asombrosos para mí, cuyos clamores me hacían estremecerme como si ya los hubiera oído. Pero no sé por qué, una mañana me desperté desembarazado de aquel deseo, incluso más enteramente que si hubiera sido satisfecho. Entonces me vi más pequeño, y dediqué toda mi razón a observar mi naturaleza, su fondo, y sobre todo sus límites.

¿Sabes que es lo que hay de más íntimo, más oculto en todo mi corazón y lo que es más «yo» en mí? Son dos o tres pobres ideas de arte incubadas con amor; eso es todo. Los más grandes acontecimientos de mi vida han sido algunos pensamientos, lecturas, ciertas puestas de sol en Trouville al borde del mar, y charlas de cinco o seis horas consecutivas con un amigo que ahora está casado, y perdido para mí.

Para tener talento hay que estar convencido de que se posee, y para conservar la conciencia limpia hay que colocarla por encima de la de todos los demás. El modo de vivir con serenidad y al aire libre es instalarse sobre una pirámide cualquiera, no importa cuál, con tal que sea elevada y su base sólida. ¡Ah!, no siempre es divertido, y se está muy solo; pero se consuela uno escupiendo desde arriba.

Si a veces tengo momentos agrios que me hacen casi gritar de rabia, hasta tal punto siento mi impotencia y mi debilidad, hay otros también en que me cuesta contenerme de alegría. Algo profundo y extravoluptuoso desborda de mí a chorros precipitados, como una eyaculación del alma. Me siento transportado y todo ebrio de mi propio pensamiento, como si me llegase, por un tragaluz interior, una bocanada de perfumes cálidos.

Hubo un tiempo en que me mirabas como a un egoísta celoso que se complacía rumiando perpetuamente su propia personalidad. Eso es lo que creen quienes ven la superficie. Lo mismo ocurre con ese orgullo que tanto indigna a los demás y que, no obstante, cuesta tamañas miserias. Al contrario, nadie ha aspirado a los demás más que yo. He ido a olfatear estiércoles desconocidos, me he apiadado de muchas cosas ante las que no se enternecían las personas sensibles.

¿Por qué no amarnos como debe uno amarse cuando tiene inteligencia? ¿Por qué no disfrutar simplemente del placer de estar juntos, buscarlo, escribírnoslo de vez en cuando, vernos con el rostro risueño y el corazón abierto, y que todo quede ahí? No merece la pena el no ser perfectos imbéciles, si es para vivir como locos. Cuando se quiere que un río corra más aprisa, se estrecha, se hace más profundo, pero sus aguas son turbias. Cuando se suena uno demasiado fuerte, se sangra. Cuando se zambulle uno demasiado hondo, se rompe la cabeza. Cuando se ama irracionalmente, se sufre desmesuradamente.

En cuanto a la idea de la patria, es decir de cierta porción de terreno dibujada en el mapa y separada de las demás por una línea roja o azul, ¡no! La patria es para mí el país que quiero, es decir, con el que sueño, aquel en que me encuentro bien. Soy tan chino como francés, y no me alegro nada de nuestras victorias frente a los árabes, porque me entristecen sus reveses. Quiero a este pueblo áspero, vivo, último tipo de las sociedades primitivas y que, al hacer alto a mediodía, tumbado a la sombra, bajo el vientre de sus camellas, se burla, mientras fuma su chibuquí, de nuestra valiente civilización que tiembla de ira.

Si por amor entiendes querer tomar de ese doble contacto la espuma que flota encima sin remover el pozo que puede estar en el fondo, unirse con una mezcla de ternura y de placer, verse con encanto y separarse sin desesperación… poder vivir uno sin el otro, puesto que uno vive separado de todo cuanto anhela, huérfano de todo lo que ama, viudo de todo aquello con lo que sueña; pero experimentar, no obstante, en estas aproximaciones, desfallecimientos que hacen sonreír, como ante un cosquilleo extraño; sentir, por último, que esto ha ocurrido porque tenía que ocurrir, y que pasará porque todo pasa, jurándose de antemano que no acusará al otro ni a uno mismo, y en medio de esta dicha vivir como uno vive, o un poco mejor, con un sillón más para reclinar en él el corazón los días de cansancio, sin que por ello deje uno de estar mucho más divertido al levantarse cada mañana.

Bibliografía

Flaubert, Gustave. Cartas a Louise Colet. Madrid: Siruela. 1989.

www.critica.cl

http://www.critica.cl/html/rosas_03.htm

Flaubert y la melancolía: las cartas a Louise Colet

4 Feb

La melancolía se ha constituido en asunto de estudio desde perspectivas tan diversas como la medicina, el arte, la astrología, la psicología, en diferentes épocas y con diferentes énfasis. Se ha abordado de manera positiva, negativa y despectiva. En la actualidad, especialmente gracias a los estudios cuyo énfasis es lo psicológico, se le asocia de manera desafortunada con situaciones ridículas como el simple hecho de sentirse un poco triste debido al tedio que generan algunas situaciones de la vida y, sin embargo, la melancolía es algo mucho más profundo e intenso que el desagrado que a veces siente la gente por tener que realizar actividades que no le satisfacen, por no haber logrado propósitos materiales o ideales amorosos.

Los melancólicos se reconocen por aspectos bien delimitados: son lentos en sus movimientos y en su pensamiento, incapaces de contemplar varias posibilidades relacionadas con un mismo hecho de manera rápida -la intuición fulminante como un rayo les es ajena-, se les dificulta notar su propia falta de sentido práctico y se esfuerzan por lograr dos metas contradictorias: por una parte desean parecer más torpes, lentos y fracasados de lo que en realidad creen ser, por otra, se aferran con terquedad obstinada al deseo de realizar sueños o anhelos superiores a sus condiciones y cualidades particulares, que a los ojos de la mayoría parecen inverosímiles.

La melancolía se relaciona con la tierra, el otoño, la frialdad y la sequedad; el planeta es saturno, el material mineral más afín es la piedra y los animales que atraen o se asemejan a los melancólicos son el perro, el vampiro y el oso: «No hay oso blanco encaramado en su témpano del polo que viva más olvidado que yo en la tierra» (Flaubert, 1964; 1988: 53). Un objeto: la cometa; la hora del día es el crepúsculo con sus sombras nítidas y alargadas: «Cuando entré en tu casa me pareció volver de nuevo al pasado, a uno de esos hermosos crepúsculos tristes del año 1843, cuando aspiraba el aire desde mi ventana, lleno de tedio y con la muerte en el alma» (Flaubert, 1846; 1988: 26).

Los melancólicos se caracterizan por ser dueños de un corazón testarudo que va demasiado lejos en las fantasías o en el estudio de las cosas que su razón no puede comprender, frecuentemente son presas de absurdos pensamientos: «Si supieras todas las fuerzas internas que han terminado por agotarme, todas las locuras que me han pasado por la cabeza… soy ante todo hombre de fantasía, amigo del capricho y de lo deshilvanado» (Flaubert. 1846; 1988: 14-18).

Son antiintelectuales, la sabiduría en ellos viene del abismo, deriva de la inmersión en la vida de las cosas creadas y nada debe a la voz de la revelación o del deseo de grandeza por sí misma, ni en el avances intelectuales ni en los materiales: «He vivido fuera de todo movimiento, de toda acción, sin hacer nada por la gloria, el placer, la ciencia o el dinero» (Flaubert. 1842; 1986: 12); «otro se sentiría orgulloso del amor que me prodigas; su vanidad bebería en él con gusto y su egoísmo de varón se sentiría halagado hasta en los repliegues más íntimos. Pero en cambio tu amor hace que mi corazón desfallezca de tristeza» (Flaubert. 1846; 1988: 16).

Los melancólicos son lentos, tristes y tienden a la desesperación: «No sientes esas náuseas de tedio que impulsan a desear la muerte. No llevas dentro del ti el aburrimiento de vivir ¡Palabra que habría que escribir como veinte H aspiradas para darle toda su intensidad» (Flaubert. 1846; 1988: 83); «Ayer estuve espantosamente triste con una de esas tristezas que tenía en mi juventud y para librarme de las cuales hubiera sido capaz de tirarme por la ventana» (Flaubert. 1846; 1988: 77).

Para los melancólicos los nexos familiares son falsamente subjetivos y sentimentales, los conciben como una sangría a la voluntad, a la independencia, a la libertad de concentrarse en el trabajo, sin embargo, establecen relaciones particularmente amorosas con la familia, especialmente con la madre: «MI madre me esperaba en la estación. Lloró al verme regresar. Tú lloraste al verme partir. ¡Tan miserable es nuesta condición que no podemos desplazarnos de un lugar a otro sin que cueste lágrimas para ambas partes! (Flaubert. 1846; 1988: 12). «Flaubert conservó tonterías que poseían la fragancia del recuerdo. Muchos años después de la muerte de su madre todavía pedía a veces su chal y su sombrero, y entonces se sentaba un rato a soñar con ellos» (Barnes. 1984; 1986: 25).

Por estar obsesionados con la muerte los melancólicos son los que mejor saben cómo leer el mundo: «Adivino el porvenir. Es que la intítesis se yergue sin cesar ante mis ojos. Nunca vi a un niño sin pensar que ese niño terminaría por convertirse en viejo, ni una cuna sin recordar una tumba. La contemplación de una mujer desnuda me hace soñar con su esqueleto. Por eso los espectáculos alegres me ponen triste y los espectáculos tristes no me afectan gran cosa. Lloro demasiado por dentro para derramar lágrimas por fuera» (Flaubert. 1846; 1988: 15); «No quisiste creerme cuando te dije que era viejo. ¡Sí que lo soy, por desgracia! pues todo sentimiento que a mi alma llega se agría igual que el vino cuando lo introducen en recipientes ya muy usados» (Flaubert. 1846: 1988: 14).

La pesadumbre, la indolencia y el miedo son frecuentes en los melancólicos, viven en un estado de estupor en el que la realidad parece de repente como extraña. La aflicción, que en otros ablanda el corazón hasta la humildad, sólo consigue en el melancólico que se obstine cada vez más en sus extraños pensamientos; sus lágrimas no le caen en el corazón, ablandando su dureza, sino que a él le sucede lo que a la piedra, que cuando el tiempo está húmedo, sólo suda por fuera «Te complaces en el sublime egoismo de tu amor, con la hipótesis de que pudiera nacernos un hijo. Lo deseas, confiésalo; lo anhelas como un lazo más que nos uniría, como un contrato fatal que ataría nuestros dos destinos. ¡Oh, preciso es que seas querida y demasiado tierna amiga para que yo no te guarde rencor por un deseo tan espantoso para mi felicidad!» (Flaubert. 1846; 1988: 51).

1. Las ansias de vivir y el desprecio por la vida.

En los melancólicos las ansías de vivir y el desprecio por la vida se mezclan de manera extraña: nacieron obsesionados con la idea de la muerte (frecuentemente la desean con fervor) y, sin embargo, sus vidas están colmadas de planes para el futuro; mientras desprecian de manera consciente la vida, al mismo tiempo, a través de su comportamiento y sus ilusiones, luchan por preservarla; cuando pasan por periodos optimistas sueñan con una vejez en la que se rememora el pasado.

A través del arte, la ciencia, la filosofía o de una vida orientada a partir de principios e intereses poco comunes, interpretados por la mayoría como resultado de la locura, la frialdad o la indiferencia, los melancólicos emplean gran parte de su tiempo en exponer y justificar las razones para despreciar la vida, se niegan a concederla a otros con el pretexto de que es mejor evitarles el dolor, en el que afirman ser tan experimentados: «¡Prefiero no tener descendencia! Mi oscuro apellido se apagará conmigo y el mundo seguirá su camino igual que si dejara algún descendiente ilustre. Me gusta la idea de la nada absoluta. Axioma: es la vida la que nos consuela de la muerte y es la muerte la que nos consuela de la vida» (Flaubert. 1846; 1988: 85).

2. Modo digerido y analítico de asimilar el pasado.

Los melancólicos se solazan y se atormentan cuando rememoran el pasado debido a que poseen un modo digerido y analítico de asimilarlo; contemplan el presente como un tiempo nublado y desprovisto de interés que se valora sólo cuando se observa desde la distancia: «Me gusta rodearme de recuerdos, de igual modo que no vendo mis trajes viejos. A veces subo a verlos al desván donde los guardo y recuerdo los tiempos en que aún estaban nuevos y en todas las cosas que hice cuando los llevaba» (Flaubert. 1846; 1998: 24). No se trata sólo de recobrar el pasado sino de comprenderlo, de condensarlo en sus formas espaciales, en sus estructuras premonitorias, entre otras cosas porque el esfuerzo por comprender eleva la vida humana por encima del nivel de una farsa y le otorga parte de la gracia de la tragedia.

La vida de los melancólicos no está colmada de aventuras debido a que sus reflexiones permanentes y concentradas sobre el pasado, tanto como la observación desapasionada de los comportamientos humanos, los tornan incapaces de realizar muchos riesgos o experimentos con su propia vida, especialmente por temor al ridículo: «La faceta ridícula que veo en el amor siempre me impidió entregarme a él. He deseado, en ocasiones, seducir a una mujer, pero con sólo pensar en el aspecto extraño que en esos momentos debía de tener, me entraban ganas de reir. Tanto es así que mi voluntad se derretía al fuego de la ironía interior, y dentro de mí cantaba el himno de la amargura y de la irrisión» (Flaubert. 1846; 1988: 26).

Los melancólicos consideran mucho más práctico formarse a partir la observación y el análisis de las experiencias vividas por otros, como si se tratara de las propias, que lanzarse a la aventura: «El contemplar una vida que una pasión violenta -de la índole que sea- ha vuelto miserable es siempre algo más instructivo y altamente moral. Eso rebaja, con una ironía aullante, tantas pasiones banales y manías vulgares, que uno queda satisfecho al pensar que el instrumento humano puede vibrar hasta ese extremo y subir hasta tonos tan agudos» (Flaubert. 1847; 1989: 138); la vida no se constituye, entonces, en búsqueda permanente de felicidad sino de mecanismos que eviten el aburrimiento y el dolor: «No son las grandes desgracias las que crean la desgracia, ni las grandes felicidades las que hacen la felicidad, sino el tejido fino e imperceptible de mil circunstancias banales, de mil detalles tenues que componen toda una vida de paz radiante o de agitación infernal» (Flaubert. 1847: 1989: 131).

3. Siempre de pierde algo al darse al público.

Para los melancólicos está claro que siempre se pierde algo al darse al público, que lo más tierno, lo indecible, se puede convertir, con un movimiento de la mano, en vulgar y que los más grandes y refinados afectos no pueden expresarse más que simplemente, que el énfasis los estropea; son reservados, directos y poco dispuestos a expresar cariño a través de efusivas manifestaciones, razón por la cual es casi imposible saber a quién aman y a quién desprecian. Evocan acontecimientos por las reacciones que éstos suscitaron en ellos, los lugares son recordados con nostalgia por las emociones que han producido y las personas por el encuentro que experimentaron consigo mismos; los sentimientos ajenos son contemplados como bocetos de futuras pasiones o de fracasos, en pocas palabras, el melancólico vive en función de sí mismo y de las experiencias que pueda realizar sin ilusionarse fervorosamente por nada en particular: «Me dedico al arte porque me divierte, pero no tengo fe en lo bello» (Flaubert. 1846; 1988: 13).

4. Relaciones complejas con los demás.

El disimulo y el secreto parecen una necesidad a los melancólicos, a menudo tienen unas relaciones complejas, veladas con los demás a pesar del afecto que puedan sentir: «Me da miedo ser frío, seco, egoísta, y Dios sabe, sin embargo, lo que en estos momentos siento dentro de mí» (Flaubert. 1846; 1988: 11).»He hecho mal, he sido un necio. Me he portado contigo igual que, en otros tiempos, lo hice con aquellos a quienes más quería: les mostré el fondo de mi saco, y el polvo acre que despedía se les pegó a la garganta» (Flaubert. 1846; 1988: 28); «Quisiera mandarte únicamente palabras dulces y tiernas, de esas suaves como un beso que algunos saben decir pero que, en mi caso, se quedan en el fondo del corazón y expiran al llegar a los labios. Si yo pudiera, cada mañana tu despertar se vería perfumado por una olorosa página de amor» (Flaubert. 1946; 1988: 57).

5. Relación con los objetos: transacciones genuinas que revelan un significado.

Los melancólicos experimentan una fe más profunda, contemplativa y placentera con los objetos materiales que con los seres humanos, se trata de transacciones genuinas que revelan un significado: «Es la hora en que me quedo solo y, mientras los demás duermen, abro el cajón donde guardo mis tesoros. Contemplo tus zapatillas, el pañuelo, tus cabellos, el retrato, releo tus cartas y aspiro tu perfume almizclado. ¡Si supieras lo que siento! (Flaubert. 1846; 1988: 19). Cuanto más inertes son las cosas más potente, auténtico e ingenioso puede ser el espíritu que las contempla.

La infidelidad a las personas lleva aparejada una fidelidad a las cosas que impulsa a los melancólicos a sumirse en ellas con devoción contemplativa; parece como si el mundo físico, el mundo de los fenómenos, encerrara un sentido indescifrable, metafísico, cuya inaccesibilidad los deja inconsolables: «Hoy me anunciaron que de aquí a quince días recibiré, desde Esmirna, unos cinturones de seda. Me he puesto muy contento. Confieso esa debilidad. Hay un montón de nimiedades como esa que son importantes para mí (Flaubert. 1846; 1988: 84); «¡Será posible que hasta me reproches el inocente afecto que siento por un sillón! ¡Si te hablara de mis botas, creo que también te pondrías celosa!» (Flaubert, 1846; 1989: 111).

6. Para vivir tranquilo hay que vivir solo.

Debido a su indeferencia ante el mundo y a sus ideas estrafalarias en relación con las de la mayoría -con los lugares comunes- tanto como por su deseo de querer pasar desapercibidos aún en medio de sus excentricidades, de no querer llamar la atención de nadie, los melancólicos terminan siendo, paradójicamente, condenados por los demás debido a que su comportamiento es interpretado de manera equivocada o exagerada: su indiferencia se intepreta como arrogancia, su sequedad como orgullo y su frialdad como desprecio: «Lo que me sorprende es que, debajo de esas críticas se note un odio contra mí, contra mi persona, un prejuicio denigrador» (citado por Barnes. 1984; 1986: 37); «La diferencia que ha existido siempre entre mi modo de ver la vida y el de los demás ha hecho que me encerrase (¡no bastante, por desgracia!) en una áspera soledad de la que nada lograba hacerme salir. Me han humillado tantas veces, he escandalizado y hecho gritar tanto que he terminado, desde hace ya mucho tiempo, por reconocer que, para vivir tranquilo, hay que vivir solo y poner burletas en todas las ventanas por miedo a que el aire del mundo llegue hasta uno» (Flaubert. 1846; 1988: 91).

7. Voluntad de ocupar un espacio.

Los melancólicos tienen la voluntad de ocupar un sitio, de instalarse en un tiempo y un espacio delimitado, organizado según referencias sólidas y claras; su pensamiento se halla en los límites de lo mensurable y lo localizable, todo lo que conciben está sometido al espacio y al tiempo y acaban por situarse dentro de ambos, como el punto; son seres regidos por el principio del orden, por la voluntad de encerrarse en los límites del orden material y espiritual: «Por muy uniforme que sea tu vida por lo menos tienes algo que contarme. Pero la mía es un lago, un estanque quieto donde nada se mueve, en donde nada sobresale. Cada día que pasa se parece al anterior. Puedo decirte lo que haré dentro de un mes, dentro de un año, y considero esto no sólo sabio sino afortunado» (Flaubert. 1846; 1988: 53).

8. Dificultades de lenguaje.

Los melancólicos frecuentemente tienen dificultades de lenguaje: «Tengo el defecto de haber nacido dotado de una lengua especial, cuya clave sólo yo poseo» (Flaubert. 1846; 1988: 286); las dificultades de lenguaje están relacionadas con la sujeción cohibida e implacable que establecen consigo mismos y con los prolongados encierros voluntarios a los que se someten; estos encierros se hallan regidos a partir de límites preestablecidos y reglas fijadas por ellos mismos: «No estoy con nadie, en ningún sitio, no soy de mi país y puede que tampoco del mundo. Aunque muchos me rodeen, sigo estando solo; por eso los huecos que dejó la muerte en mi vida no aportaron a mi alma un nuevo estado de ánimo, sino que acentuaron ese estado. Yo estaba solo por dentro y ahora estoy también solo por fuera» (Flaubert. 1846: 1988: 81).

9. Sentido hipertrofiado del deber y amor al trabajo.

Por no encontrarle un sentido real a la vida y ser, la mayoría de las veces, incapaces de sucidarse -por considerar este hecho demasiado trascendental, heroico o cobarde- los melancólicos llegan a la conclusión de que lo único que calma su dolor, su desasosiego, es el trabajo: «Amo mi trabajo con un amor fanático y pervertido, como un asceta el cilicio que le rasca el vientre» (Flaubert, 1852; 1989: 183). Trabajan siempre, no hacen otra cosa que trabajar después de que han elegido su objeto de estudio, acorde con su personalidad: «Me hablas de trabajo. Si, trabaja, enamórate del arte. De todas las mentiras existentes, quizás sea ésta la menos embustera. Trata de enamorarte de él con un amor exclusivo, ardiente, fiel. No te fallará» (Flaubert. 1846; 1988: 23). Para el desarrollo del trabajo es imprescindible la soledad, la inmersión y la concentración total, o están inmersos o su atención se dispersa.

El trabajo puede convertirse en una droga, en una compulsión, y los melancólicos son los mejores adictos porque la verdadera experiencia adictiva es solitaria; viven su condición intelectual como la de un desclasado al que su soledad, requisito de sus libertad espiritual, condena al aislamiento y la marginalidad: más acá o más allá de las situaciones conocidas: «He cavado mi agujero y en él me quedo, poniendo gran cuidado en que reine siempre la misma temperatura dentro» (Flaubert. 1846; 1988: 53). A través de su marginalidad y gracias a ésta desafían a la humanidad.

Los melancólicos tienen un sentido hipertrofiado del deber, son excesivamente meticulosos y exigentes consigo mismos y asumen su trabajo con responsabilidad extrema bajo el signo de una seriedad mayor de la que debería conferírsele en realidad: «A veces tengo grandes hastíos, grandes vacíos, dudas que se ríen en mi cara, en medio de mis satisfacciones más ingenuas. Pues bien: no cambiaré todo eso por nada, pues me parece, en conciencia, que cumplo con mi deber, que obedezco a una fatalidad superior, que hago el Bien, que estoy en lo Justo» (Flaubert. 1952; 1989: 184).

10. La actividad de la mente es causa directa de la melancolía.

El estudio excesivo produce aburrimiento, tristeza y deseperación: «Estoy roto, aturdido, como después de una larga orgía, con un aburrimiento de muerte. Tengo un vacío inaudito en el corazón, yo que hace poco me hallaba tan tranquilo, tan orgulloso de mi serenidad, y que trabajaba de la mañana a la noche con un rigor implacable; no puedo leer, ni pensar, ni escribir» (Flaubert. 1846; 1988: 13).

La acedia no puede ser realizada por los melancólicos modernos como lo fue por los monjes medievales pero continúa constituyéndose en el ideal de estos taciturnos: «Ya no hay artistas como los de antaño, de aquellos cuya vida y alma eran el instrumento ciego del apetitio de belleza, órganos de Dios mediante los cuales se probaba a sí mismo su existencia. Para ellos el mundo no importaba. Nadie supo nada de sus dolores. Se acostaban tristes todas las noches y contemplaban la vida humana con una mirada de asombro, igual que nosotros contemplamos un hormiguero» (Flaubert. 1846; 1988: 23).

La acedia es sinónimo de inactividad y la inactividad trae consigo una especial facultad mental que pasa de la observación al análisis y del análisis a la comprensión; estos aspectos están muy relacionados con la creación y casi todos los grandes artistas han sido, además, modelos de melancolía. La melancolía conduce a la contemplación y el excesivo estudio convierte a las personas en seres melancólicos. La acedía se relaciona además con la distracción y el embotamiento, con la preocupación o tristeza del corazón semejante a la aflicción y especialmente dura para los solitarios.

David de Augsburgo, en el siglo XII, estableció diferentes tipos de acedía: «El vicio de la accidia tiene tres clases. La primera es una cierta amargura de la mente que no se consuela con nada alegre ni edificante. Se alimenta de hastío y abomina la compañía humana. Esto es lo que el Apóstol llama tristeza del mundo que fabrica muerte. Produce inclinación a la desesperación, hurañía y desconfianza, y a veces conduce a sus víctimas al suicidio al verse oprimidas por una aflicción irracional. Tal tristeza sale a veces de una impaciencia previa, a veces del hecho de que se pospone algún deseo o se frustra, y otras veces de la abundancia de humores melancólicos, en cuyo caso compete al médico más que al sacerdote el prescribir el remedio» (citado por Jackson. 1986; 1989: 73).

Los melancólicos son portadores de un desorden fisiológico preciso: tienen abundancia de humores melancólicos, es decir, de bilis negra. La enfermedad de la bilis negra, ocasionada por su exceso, sobreviene en caso de desánimo prolongado, desánimo con miedo e insomnio también prolongado. El exceso de bilis negra -ubicada el el bazo- y desarrollado en gran medida debido a los «excesos» de los melancólicos, los convierte progresivamente en epilépticos melancólicos: «Mi juventud ha pasado. La enfermedad nerviosa que me duró dos años fue la conclusión de la misma, el broche, su resultado lógico. Para haber tenido lo que tuve, era preciso que algo, anteriormente, pasara de manera harto trágica para mi caja craneana» (Flauberrt.1846; 1988: 21); «Si he sido duro es porque estoy enfermo. Dolorido, amargado, la vida me desloma como un trote demasiado duro que destroza las riñones. El único momento en que no sufro es cuando estoy solo. Los mejores afectos con frecuencia me irritan desmesuradamente» (Flaubert. 1847; 1989; 137); «¿Me comprenderás hasta el final, soportarás el peso de mi tedio, mis manías, mis caprichos, mis desánimos y mis coléricas mudanzas?» (Flaubert. 1846: 1988: 18).

La bilis negra impulsa continuamente a la mente a que se concentre en un punto, se detenga en él y se entregue a la contemplación: «Yo soy el oscuro y paciente pescador de perlas que bucea en los bajos fondos y vuelve con las manos vacías y la cara azulada. Una atracción fatal me empuja hacia los abismos del pensamiento, me lleva al fondo de esos precipicios interiores que jamás se agotan para los fuertes» (Flaubert. 1846; 1988: 119).

11. El autoanálisis.

Como la bilis negra es de por sí semejante al centro del mundo, obliga a investigar el centro de las cosas singulares, eleva a la comprensión de las más altas e incita al autoanálisis; los melancólicos consideran que el ego y el universo son textos que hay que descifrar: «Dices que me analizo demasiado, pero a mí me parece que aún no me conozco lo suficiente; cada día que pasa descubro algo nuevo. Viajo por dentro de mí como por un país desconocido, pese a haberlo recorrido ya cien veces» (Flaubert. 1846; 1988: 28). «Caminaba con la rectitud de un sistema particular hecho para un caso especial. Lo había comprendido todo en mí, lo había separado, clasificado; tanto es así que aquella ha sido la época de mi existencia en que más tranquilo me he encontrado, mientras que todos, por el contrario, pensaban que era el momento de compadecerme» (Flaubert. 1846; 1988: 21).

12. Extraño placer por lo irónico.

Los melancólicos experimentan un extraño placer por lo irónico y lo consciente de sí mismos: «No he recibido del cielo un temperamento optimista. Nadie percibe en mayor grado que yo lo miserable que es la condición de la vida. No creo en nada, ni en mí siquiera, lo que no es corriente» (Flaubert. 1846; 1988: 13).

La meloncolía y la ironía se mezclan y se confunden a través del humor saturnino que, en muchas ocasiones, pasa de lo irónico a lo humillante a través del análisis eshaustivo que hacen de sí mismos y de las palabras emitidas por otros: «Expongo las cosas cronológicamente. ‘En el mundo de los estudiantes, de los vividores, de los blasfemos y los fumadores’, dice usted. Fumador, pase: fumo, refumo y sobrefumo cada vez más, por la boca y por el cerebro. Blasfemo, aún es algo cierto, pero juro tan por dentro, que lo poco que se oye debe perdonárseme. En cuanto a lo de estudiante, me humilla ¿Dónde diablos ha visto usted que tenga yo, o haya tenido, aspecto de estudiante?… ¡Oh, mi vida de estudiante! No desearía a mi enemigo, si tuviera uno, ni una sola de esas semanas; y allá es, claro, donde me convertí en un vividor. ¡Bonito vividor! Consume más quinina que ron, y sus orgías son tan ruidosas, que no se sabe si está vivo en su propia ciudad, en la ciudad donde nació y reside» (Flaubert. 1847; 1989: 151).

En los melancólicos aparece frecuentemente la risa desenfrenada; ésta no procede de ningún consuelo del corazón o alegría del espíritu sino que es más bien un gesto, como una imitación que enmascara una pasión desagradable: «El elemento patético ha venido a asentarse, en lo que a mi respecta, sobre todas las superficies alegres, y la ironía planea por encima en todos los elementos serios. Así pues, el sentido en el que tú dices que me gustan las bromas no es cierto, ya que ¿donde puede encontrarse la comicidad cuando todo es cómico?» (Flaubert. 1846; 1989; 90). «Es bueno, e incluso puede ser hermoso el reírse de la vida, con tal que se viva. Hay que colocarse por encima de todo, y por encima de uno colocar su espíritu, es decir, la libertad de la idea: declaro impío todo límite a ésta» (Flaubert. 1852; 1989: 174); «Yo me río de todo, hasta de lo que más me agrada. No existen cosas, hechos, sentimientos o personas por los que no haya pasado inocentemente mi bufonería, como un rodillo de hierro de esos para dar lustre las piezas de paño» (Flaubert. 1852; 1989: 173).

La risa casi siempre se mezcla con ironía, es la expresión de personas inconformes, inquietas y cansadas de la vida: «No me cuentes más lugares comunes como que es el dinero lo que me ha impedido ser feliz; que si hubiera trabajado, me encontraría mejor. ¡Cómo si bastara ser mozo de boticario, panadero o comerciante de vinos para no aburrirse en este bajo mundo!» (Flaubert. 1846; 1988: 30).

13. Bajo el signo de saturno.

Los seres regidos bajo el signo de saturno, especialmente los del signo Acuario son, de por sí, apáticos, indecisos y lentos. Todo lo saturnino apunta hacia las profundidades de la tierra y posee su constitución física fría y seca. La mirada baja distingue al saturnino, que atraviesa el suelo con los ojos. «Quien aún no me conoce, me reconocerá por mis gestos. Yo dirijo de continuo mis ojos a la tierra porque he brotado previamente de ella. De este modo no miro sino a mi madre». Las inspiraciones de la madre tierra despuntan de la noche de la reflexión lo mismo que tesoros surgidos del fondo de la tierra.

Bibliografía:

Barnes, Julian. El loro de Flaubert. Barcelona: Anagrama. 1986. Título de la edición original: Flaubert’s Parrot. Jonathan Cape Ltd. Londres: 1984.

Clair, Jean. Malinconia. Motivos saturninos en el arte de entreguerras. Madrid: Visor. 1999. Primera edición: París: Gallimard, 1996.

Flaubert, Gustave. Carta a Louise Colet. Madrid: Siruela. 1989. Traducción, prólogo y notas de ignacio Malaxechevaerría.

____________ Correspondencia íntima. Barcelona: Ediciones B. 1988. Traducción y prólogo de Emma Calatuyad.

____________ Noviembre. Barcelona: Muchnik Editores. 1986. Traducción, notas y apostilla de Ricardo Cano Gaviria.

Jackson, Stanley W. Historia de la melancolía y la depresión. Desde los tiempos de Hipócrates a la época moderna. Madrid: Turner. 1989. Primera edición: Yale Universitu, London. 1986.

Klibansky, Raymond; Panofsky Erwin; Fritz, Saxl. Saturno y la melancolía. Marid: Alianza. 1991.

Sontag, Susan. «Bajo el signo de saturno» . En El viejo topo. Julio-agosto. 2001. No 154-155. Primera edición. 1980.

© Elsy Rosas Crespo 2002
Espéculo. Revista de estudios literarios. Universidad Complutense de Madrid

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