Dios santo, estaba en una habitación con veinticinco camas y nada más que ancianos en ellas, pero se morían sin interrupción, e incluso me alegraba de estar allí. Al mismo tiempo, mi abuelo estaba entonces en el mismo hospital y no se sabía: ¿se morirá él o me moriré yo? Y entonces me dieron la extremaunción y a él no, porque creyeron que me moriría yo. Probablemente no fue muy agradable para mi madre. Aunque el abuelo, como supe entonces, no se dejó dar la extremaunción sino que, cuando el cura entró en la habitación, una hora antes de su muerte, gritó: «¡Fuera!». Fue lo último que dijo, fuera, muy bonito. No recibió la extremaunción. Era un cura que, como un viajante de comercio, tenía una maletita, con dos botones en el costado, los apretaba y se abría de golpe, la maleta. Dentro había dos velas, que la monja, solícita, encendía y entonces él preguntaba: bueno, ¿quién nos toca hoy? Y entonces ella le señalaba las camas y ellos recibían la extremaunción. Así eran las cosas. Es totalmente normal que la gente se muera, pensaba yo, no hay que temer nada.
Thomas Bernhard
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