Dentro de una semana completamos seis meses de cautiverio en Bogotá y esos seis meses bastaron para que fuéramos domesticados como el animal que somos. Lo más gracioso de todo es que me acostumbré a la definitiva vida tranquila y me gusta mi vida de barrio aunque no hable con ningún vecino; sólo hablo amablemente con vendedores y cajeras, como siempre.
Adiós casinos, cafés, librerías, salas de cine, bibliotecas, universidades presenciales, bares, ferias del libro, restaurantes, compra de ropa, morrales y maletas de todos los estilos para cargar libros, fotocopias y agendas. Renuncio a todo eso porque lo que más me gusta en la vida es renunciar.
Hoy fui al Centro después de seis meses y es mucho peor que el desastroso Centro de hace cinco años. Hoy usé Transmilenio para llegar al Centro y solo vi rostros tristes de personas vencidas por la vida. Renuncio también al Centro y al transporte público.
Lo más probable es que me quede en mi vida de barrio hasta cuando pueda irme a vivir al campo rodeada de animales y plantas. Para evitar a los vecinos bastará una buena cerca y seis o siete perros grandes que le muestren los dientes a todo aquel buen samaritano que deseo saludar a esta pobre viejecita.

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