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Deje de mirarme las tetas, señor

1 Sep

Big Bart era el tío más salvaje del Oeste. Tenía la pistola más veloz del Oeste, y se había follado mayor variedad de mujeres que cualquier otro tío en el Oeste. No era aficionado a bañarse, ni a la mierda de toro, ni a discutir, ni a ser un segundón. También era guía de una caravana de emigrantes, y no había otro hombre de su edad que hubiese matado más indios, o follado más mujeres, o matado más hombres blancos.

Big Bart era un tío grande y él lo sabía y todo el mundo lo sabía. Incluso sus pedos eran excepcionales, más sonoros que la campana de la cena; y estaba además muy bien dotado, un gran mango siempre tieso e infernal. Su deber consistía en llevar las carretas a través de la sabana sanas y salvas, fornicar con las mujeres, matar a unos cuantos hombres, y entonces volver al Este a por otra caravana. Tenía una barba negra, unos sucios orificios en la nariz, y unos radiantes dientes amarillentos.

Acababa de metérsela a la joven esposa de Billy Joe, la estaba sacando los infiernos a martillazos de polla mientras obligaba a Billy Joe a observarlos. Obligaba a la chica a hablarle a su marido mientras lo hacían. Le obligaba a decir:

—¡Ah, Billy Joe, todo este palo, este cuello de pavo me atraviesa desde el coño hasta la garganta, no puedo respirar, me ahoga! ¡Sálvame, Billy Joe! ¡No, Billy Joe, no me salves! ¡Aaah!

Luego de que Big Bart se corriera, hizo que Billy Joe le lavara las partes y entonces salieron todos juntos a disfrutar de una espléndida cena a base de tocino, judías y galletas.

Al día siguiente se encontraron con una carreta solitaria que atravesaba la pradera por sus propios medios. Un chico delgaducho, de unos dieciséis años, con un acné cosa mala, llevaba las riendas. Big Bart se acercó cabalgando.

—¡Eh, chico! —dijo.

El chico no contestó.

—Te estoy hablando, chaval…

—Chúpame el culo —dijo el chico.

—Soy Big Bart.

—Chúpame el culo.

—¿Cómo te llamas, hijo?

—Me llaman «El Niño».

—Mira, Niño, no hay manera de que un hombre atraviese estas praderas con una sola carreta.

—Yo pienso hacerlo.

—Bueno, son tus pelotas, Niño —dijo Big Bart, y se dispuso a dar la vuelta a su caballo, cuando se abrieron las cortinas de la carreta y apareció esa mujercita, con unos pechos increíbles, un culo grande y bonito, y unos ojos como el cielo después de la lluvia. Dirigió su mirada hacia Big Bart, y el cuello de pavo se puso duro y chocó contra el torno de la silla de montar.

—Por tu propio bien, Niño, vente con nosotros.

—Que te den por el culo, viejo —dijo el chico—. No hago caso de avisos de viejos follamadres con los calzoncillos sucios.

—He matado a hombres sólo porque me disgustaba su mirada.

El Niño escupió al suelo. Entonces se incorporó y se rascó los cojones.

—Mira, viejo, me aburres. Ahora desaparece de mi vista o te voy a convertir en una plasta de queso suizo.

—Niño —dijo la chica asomándose por encima de él, saliéndosele una teta y poniendo cachondo al sol—. Niño, creo que este hombre tiene razón. No tenemos posibilidades contra esos cabronazos de indios si vamos solos. No seas gilipollas. Dile a este hombre que nos uniremos a ellos.

—Nos uniremos —dijo el Niño.

—¿Cómo se llama tu chica? —preguntó Big Bart.

—Rocío de Miel —dijo el Niño.

—Y deje de mirarme las tetas, señor —dijo Rocío de Miel— o le voy a sacar la mierda a hostias.

Las cosas fueron bien por un tiempo. Hubo una escaramuza con los indios en Blueball Canyon. 37 indios muertos, uno prisionero. Sin bajas americanas. Big Bart le puso una argolla en la nariz…

Era obvio que Big Bart se ponía cachondo con Rocío de Miel. No podía apartar sus ojos de ella. Ese culo, casi todo por culpa de ese culo. Una vez mirándola se cayó de su caballo y uno de los cocineros indios se puso a reír. Quedó un sólo cocinero indio.

Un día Big Bart mandó al Niño con una partida de caza a matar algunos búfalos. Big Bart esperó hasta que desaparecieron de la vista y entonces se fue hacia la carreta del Niño. Subió por el sillín, apartó la cortina, y entró. Rocío de Miel estaba tumbada en el centro de la carreta masturbándose.

—Cristo, nena —dijo Big Bart—. ¡No lo malgastes!

—Lárgate de aquí —dijo Rocío de Miel sacando el dedo de su chocho y apuntando a Big Bart—. ¡Lárgate de aquí echando leches y déjame hacer mis cosas!

—¡Tu hombre no te cuida lo suficiente, Rocío de Miel!

—Claro que me cuida, gilipollas, sólo que no tengo bastante. Lo único que ocurre es que después del período me pongo cachonda.

—Escucha, nena…

—¡Que te den por el culo!

—Escucha, nena, contempla…

Entonces sacó el gran martillo. Era púrpura, descapullado, infernal, y basculaba de un lado a otro como el péndulo de un gran reloj. Gotas de semen lubricante cayeron al suelo.

Rocío de Miel no pudo apartar sus ojos de tal instrumento. Después de un rato

dijo:

—¡No me vas a meter esa condenada cosa dentro!

—Dilo como si de verdad lo sintieras, Rocío de Miel.

—¡NO VAS A METERME ESA CONDENADA COSA DENTRO!

—¿Pero por qué? ¿Por qué? ¡Mírala!

—¡La estoy mirando!

—¿Pero por qué no la deseas?

—Porque estoy enamorada del Niño.

—¿Amor? —dijo Big Bart riéndose—. ¿Amor? ¡Eso es un cuento para idiotas! ¡Mira esta condenada estaca! ¡Puede matar de amor a cualquier hora!

—Yo amo al Niño, Big Bart.

—Y también está mi lengua —dijo Big Bart—. ¡La mejor lengua del Oeste!

La sacó e hizo ejercicios gimnásticos con ella.

—Yo amo al Niño —dijo Rocío de Miel.

—Bueno, pues jódete —dijo Big Bart y de un salto se echó encima de ella. Era un trabajo de perros meter toda esa cosa, y cuando lo consiguió, Rocío de Miel gritó. Había dado unos siete caderazos entre los muslos de la chica, cuando se vio arrastrado rudamente hacia atrás.

ERA EL NIÑO, DE VUELTA DE LA PARTIDA DE CAZA.

—Te trajimos tus búfalos, hijoputa. Ahora, si te subes los pantalones y sales afuera, arreglaremos el resto…

—Soy la pistola más rápida del Oeste —dijo Big Bart.

—Te haré un agujero tan grande, que el ojo de tu culo parecerá sólo un poro de la piel —dijo el Niño—. Vamos, acabemos de una vez. Estoy hambriento y quiero cenar. Cazar búfalos abre el apetito…

Los hombres se sentaron alrededor del campo de tiro, observando. Había una tensa vibración en el aire. Las mujeres se quedaron en las carretas, rezando, masturbándose y bebiendo ginebra. Big Bart tenía 34 muescas en su pistola, y una fama infernal. El Niño no tenía ninguna muesca en su arma, pero tenía una confianza en sí mismo que Big Bart no había visto nunca en sus otros oponentes. Big Bart parecía el más nervioso de los dos. Se tomó un trago de whisky, bebiéndose la mitad de la botella, y entonces caminó hacia el Niño.

—Mira, Niño…

—¿Sí, hijoputa…?

—Mira, quiero decir, ¿por qué te cabreas?

—¡Te voy a volar las pelotas, viejo!

—¿Pero por qué?

—¡Estabas jodiendo con mi mujer, viejo!

—Escucha, Niño, ¿es que no lo ves? Las mujeres juegan con un hombre detrás de otro. Sólo somos víctimas del mismo juego.

—No quiero escuchar tu mierda, papá. ¡Ahora aléjate y prepárate a desenfundar!

—Niño…

—¡Aléjate y listo para disparar!

Los hombres en el campo de fuego se levantaron. Una ligera brisa vino del Oeste oliendo a mierda de caballo. Alguien tosió. Las mujeres se agazaparon en las carretas, bebiendo ginebra, rezando y masturbándose. El crepúsculo caía.

Big Bart y el Niño estaban separados 30 pasos.

—Desenfunda tú, mierda seca —dijo el Niño—, desenfunda, viejo de mierda, sucio rijoso.

Despacio, a través de las cortinas de una carreta, apareció una mujer con un rifle. Era Rocío de Miel. Se puso el rifle al hombro y lo apoyó en un barril.

—Vamos, violador cornudo —dijo el Niño—. ¡DESENFUNDA!

La mano de Big Bart bajó hacia su revolver. Sonó un disparo cortando el crepúsculo. Rocío de Miel bajó su rifle humeante y volvió a meterse en la carreta. El Niño estaba muerto en el suelo, con un agujero en la nuca. Big Bart enfundó su pistola sin usar y caminó hacia la carreta. La luna estaba ya alta.

Charles Bukowski

Maja Thurup

1 Sep

Había tenido un amplio eco en la prensa y la televisión y la señora iba a escribir un libro contándolo todo. El nombre de la señora era Hester Adams, dos veces divorciada y con dos hijos. Tenía 35 años y uno adivinaba que éste iba a ser su último vuelo. Las arrugas estaban apareciendo, los pechos iban cayéndose, los tobillos gruesos, se notaba la celulitis en los muslos, los michelines. América había establecido que la belleza sólo residía en la juventud, especialmente en las hembras. Pero Hester Adams tenía la oscura belleza de la frustración y la esperanza perdida; todo ello se arrastraba por su ser, todas las ilusiones perdidas, y le daban un algo sexual, como una mujer marchita, furiosa y desesperada sentada en un bar lleno de hombres. Hester había mirado a su alrededor, había visto pocos signos de ayuda en el macho americano, y se había subido en un avión rumbo a Sudamérica. Se había adentrado en la jungla con su cámara, su máquina de escribir portátil, sus gruesos tobillos y su piel blanca, y se había liado con un caníbal, un caníbal negro: Maja Thurup.Maja Thurup tenía una cara digna de ser observada; parecía estar escrita con miles de resacas y tragedias. Y era verdad —había tenido miles de resacas—, y las tragedias le venían siempre por el mismo motivo: Maja Thurup estaba muy colgado, inmensamente colgado, e increíblemente sexuado. Ninguna mujer del poblado le aceptaba. Encima había reventado a dos chicas con su aparato. A una la había tomado por delante y a otra por detrás. Lo mismo dio.

Maja era un hombre solitario y bebía y rumiaba su soledad hasta que Hester Adams llegó con un guía, con su piel blanca y su cámara. Después de las presentaciones formales y unos cuantos tragos al lado del fuego, Hester había entrado en la choza de Maja y allí había recibido todo lo que él podía darle y aún había pedido más. Era un milagro para los dos, así que se casaron en una ceremonia tribal que duró tres días, durante la cual fueron asados y consumidos algunos prisioneros de una tribu enemiga, entre danzas, encantamientos y borracheras. Fue después de la ceremonia, al evaporarse la resaca general, cuando empezaron los problemas. El brujo, habiéndose dado cuenta de que Hester no había probado la carne de los enemigos asados (guarnecidos con piña, aceitunas y nueces) anunció a todo el mundo que ella no era una diosa blanca, sino una hija del dios del mal, Ritikan (hacía siglos, Ritikan había sido expulsado del cielo de la tribu por su negativa a comer otra cosa que no fuesen vegetales, frutas y nueces). Este anuncio causó gran impresión y furor en la tribu, y dos amigos de Maja Thurup fueron inmediatamente ajusticiados por haberse atrevido a sugerir que el hecho de que Hester hubiese podido albergar todo el aparato de Maja ya era de por sí un milagro, y que por tanto no necesitaba ingerir otras formas de carne humana —al menos, temporalmente—.

Hester y Maja huyeron a América, a North Hollywood para ser precisos, y Hester comenzó los procedimientos para convertir a Maja Thurup en ciudadano norteamericano. Como profesora improvisada, Hester se dispuso a instruir a Maja en el uso de vestidos, en el idioma, la cerveza y los vinos californianos, la televisión y los alimentos comprados en el supermercado de la esquina. Maja no sólo veía la televisión, sino que incluso apareció en ella con Hester y declararon su amor ante millones de espectadores. Luego volvieron a su apartamento de Norh Hollywood e hicieron el amor. Después de eso, Maja se sentaba en medio del salón con sus cartillas de gramática, bebiendo cerveza y vino, entonando cantos nativos y tocando el bongo. Hester trabajaba en el libro sobre Maja y ella. Un gran editor lo estaba esperando. Todo lo que Hester tenía que hacer era ponerlo en solfa. Era fácil.

Una mañana yo estaba en la cama, eran alrededor de las ocho. El día anterior había perdido 40 dólares en Santa Anita, mi cuenta en el Banco Federal de California estaba quedándose peligrosamente baja, y no había escrito una historia decente en un mes. Sonó el teléfono. Me desperté, gargajeé, tosí y lo cogí.

—¿Chinaski?

—¿Sí?

—Soy Dan Hudson.

Dan llevaba la revista Flare de Chicago. Pagaba bien. Era el editor y director.

—Hola, Dan, madrecita.

—Mira, tengo una cosa justo para ti.

—Claro, Dan. ¿Qué es?

—Quiero que entrevistes a esta perra que se ha casado con un caníbal. Pon mucho sexo. Mezcla el amor con el horror, ¿comprendes?

—Comprendo. Lo he estado haciendo toda mi vida.

—Hay 500 dólares para ti si lo tienes listo antes del día 27.

—Dan, por 500 dólares soy capaz de convertir a Burt Reynolds en una lesbiana.

Dan me dio la dirección y el número de teléfono. Me levanté, me eché agua por la cara, tomé dos Alka-Seltzers, abrí una botella de cerveza y telefoneé a Hester Adams. Le dije que quería publicar su relación con Maja Thurup como una de las grandes historias de amor del siglo XX. Para los lectores de la revista Flare. Le aseguré que el artículo ayudaría a Maja a obtener la ciudadanía norteamericana. Ella accedió a una entrevista a la una de la tarde.

Era un apartamento en un tercer piso. Ella abrió la puerta. Maja estaba sentado en el suelo con su bongo, bebiendo un oporto barato directamente de la botella. Estaba descalzo, vestido con unos gruesos jeans y una camiseta blanca con bandas negras. Hester iba vestida del mismo modo. Me trajo una botella de cerveza, yo saqué un cigarrillo del paquete que había sobre la mesita y comencé la entrevista.

—¿Cuándo conoció a Maja?

Hester me dio una fecha. También me dijo la hora y el lugar exactos.

—¿Cuándo empezó a tener sentimientos amorosos hacia Maja?

—Bueno —dijo Hester— fue cuando…

—Ella amarme cuando le metí la cosa —le interrumpió Maja desde la alfombra.

—¿Ha aprendido el idioma muy deprisa, no?

—Sí, es muy brillante —dijo Hester.

Maja cogió su botella y se tiró un buen trago.

—Le puse esta cosa en ella, ella decir, «¡Oh dios mío oh dios mío oh dios mío!». ¡Ja, ja, ja, ja!

—Maja está maravillosamente dotado —dijo ella.

—Ella come también —dijo Maja—. Come bien. Garganta profunda. ¡Ja, ja, ja!

—Yo amé a Maja desde el principio —dijo Hester—. Fueron sus ojos, su cara… tan trágica. Y su manera de andar. El anda, bueno, anda como un tigre.

—Follar —dijo Maja— nosotros follar, nosotros jodidamente follar follar follar. Me estoy quedando cansado.

Maja se tiró otro trago. Me miró.

—Follar tú con ella. Yo estoy cansado. Ella gran túnel hambriento.

—Maja tiene un verdadero sentido del humor —dijo Hester—. Esa es otra de las cosas suyas que adoro.

—Sólo una cosa tú adorar de mí —dijo Maja— ser mi poste de teléfonos dispara-orina.

—Maja lleva bebiendo toda la mañana —dijo Hester— tendrá que perdonarle.

—Quizás sea preferible que vuelva cuando él se sienta mejor —dije yo.

—Sí, creo que será lo más adecuado.

Hester me citó a las dos de la tarde del día siguiente.

 

 

Todo iba bien. Necesitaba algunas fotografías. Conocía a un fotógrafo de oficio, Sam Jacoby, que era bueno y me lo haría barato.  Cuando volví lo llevé conmigo. Era un mediodía soleado con sólo una ligera capa de smog. Subimos y llamé a la puerta. Nadie respondió. Llamé otra vez. Maja abrió la puerta.

Hester no estar —dijo—, irse al almacén de comidas.

—Teníamos una cita para las dos en punto. Quisiera entrar y esperar.

Entramos y nos sentamos.

—Yo tocar tambores para vosotros —dijo Maja.

Tocó los tambores y entonó unos cantos de la jungla. Era bastante bueno. Se estaba trabajando otra botella de vino oporto. Seguía con su camiseta de bandas de cebra y los jeans.

—Follar follar follar —dijo— eso es todo lo que ella querer. Ella volverme loco.

—¿Echas de menos la jungla, Maja?

—Ustedes blancos no saber nada, sólo cagar contra corriente. ¡Waba yak!

—Pero ella te ama, Maja.

—¡Ja, ja, ja!

Maja nos tocó otro solo de tambor. Incluso bebido era bueno.

Cuando Maja acabó, Sam me dijo:

—¿Crees que ella tendrá alguna cerveza en la nevera?

—Supongo que sí.

—Mis nervios están mal. Necesito una cerveza.

—Pues ve allí y coge dos. Yo le compraré otras. Debería haber traído unas cuantas.

Sam se levantó y entró en la cocina. Oí cómo abría la puerta de la nevera.

—Estoy escribiendo un artículo sobre ti y Hester —le dije a Maja.

—Mujer-gran agujero. Nunca llena. Como volcán.

a Sam vomitando en la cocina. Era un borracho habitual. Yo sabía que estaba de resaca. Pero seguía siendo uno de los mejores fotógrafos de los alrededores. Entonces cesó el ruido. Sam salió de la cocina. Se sentó. No traía ninguna cerveza.

—Yo tocar tambores otra vez —dijo Maja. Tocó de nuevo los tambores. Seguía siendo bueno, pero no tanto como la vez anterior. El vino le estaba pegando.

—Vámonos de aquí —me dijo Sam.

—Tengo que esperar a Hester —le contesté.

—Mira tío, vámonos —dijo Sam.

—¿Ustedes, tíos, querer algo de vino? —preguntó Maja.

Me levanté y me fui a la cocina a por una cerveza. Sam me siguió. Me dirigí hacia la nevera.

¡Por favor no abras esa puerta! —dijo él.

Sam se fue al fregadero y se puso de nuevo a vomitar. Yo miré la puerta de la nevera. No la abrí. Cuando Sam acabó, le dije:

—De acuerdo, vámonos.

Salimos al salón donde Maja seguía sentado con su bongo.

—Yo tocar tambor otra vez —dijo.

—No, gracias, Maja.

Salimos y bajamos por las escaleras hasta la calle. Subimos a mi coche. Arranqué. No sabía qué decir. Sam no decía nada. Estábamos en el distrito comercial. Paré el coche en una gasolinera y le dije al encargado que llenara el depósito con normal. Sam salió del coche y fue andando hasta la cabina telefónica a llamar a la policía. Vi a Sam salir de la cabina. Pagué la gasolina. No había podido hacer mi entrevista. Había perdido 500 dólares. Esperé a Sam que regresaba al coche.

                                                                                                

Charles Bukowski, en Se busca una mujer.