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Escritura como curación

15 May

Esta mañana traté de recordar los grandes pesares de mi vida y no recordé ninguno, soy un ser sin sufrimiento, mi vida ha sido imperturbable, no hay nada que lamentar, ningún recuerdo digno de ser esquivado por la mente por miedo a sufrir rememorando el instante perfecto o monstruoso.

Recordé mi vida de año en año desde que tengo cinco años y no encontré grandes cambios; recordé mi vida desde los cinco años de cinco en cinco y hay algunos cambios pero todo lo veo de forma muy positiva: leer, estudiar, trabajar, escribir, esta casa, vivir con Andrés. No recuerdo con dolor ni con alegría los pocos paseos de mi vida, las muertes ni las preocupaciones. Y no es porque no haya vivido experiencias negativas sino porque antes de vivir leí a Séneca, a Plotino y a Plutarco y creí cada una de las frases sabias que escribieron estos genios, claro, con la inocencia de una niña de siete años. Hoy saqué de la biblioteca esos libros que me modificaron el cerebro; los quiero volver a leer sólo para saber si recuerdo las frases fundamentales.

Aprendí a vivir antes de haber vivido y eso hace de cualquier vida una vida plena. Pero pensé de forma persistente que tal vez es más efectiva la escritura que la lectura, no quedarse con las ganas de expresar a través de las palabras, de forma oculta o explícita, el origen del dolor o la alegría, los recuerdos bellos o desagradables, las experiencias buenas o malas.

Cuando una experiencia pide ser contada a través de la escritura es preciso no quedarse con las ganas, es un atentado contra uno mismo. Estoy casi segura de que  no puedo sentir placer ni insatisfacción recordando la mayor parte de las experiencias vividas durante los últimos veinte años porque más o menos desde hace veinte años cuando tengo uno inquietud relacionada con la vida leo, pienso y después escribo, entonces vivo como si no tuviera vida y me siento bien, no sufro ni gozo, estoy más allá del bien y del mal.

Las estupideces que uno sueña

15 May

Anoche -antes de acostarme- conté dos millones de pesos en billetes de $50.000 nuevos y consecutivos. Metí la plata en un sobre, me lavé las manos, me acosté y me dormí. A las ocho horas me desperté, Andrés me avisó que estaba hablando dormida en tono triste y lastimero pero no entendía nada de lo que decía, entonces le narré mi tonto sueño que estaba relacionado, claro, con lo que había hecho antes de acostarme: Era un sueño sobre el vil metal:

El sueño consistía en que mis compañeros de trabajo me miraban con pesar porque no pagaban en efectivo sino en cheque, como antes, y mi cheque había salido por $140.000 y, claro, yo esperaba mucho más. Había mucho misterio, no sabían cómo decirme que se trataba de un error. Yo lloraba amargamente, me lamentaba, reclamaba, estaba tan ofuscada en el sueño que terminé hablando dormida. ¡Qué superficialidad! ¿Qué tontería! Rodolfo Llinás tiene razón: los sueños son el recreo del cerebro.

 

Yo, diyéi de buseta

15 May

Ayer para ofenderme me dijeron: Me encanta cuando te pones de diyéi. Tu repertorio de buseta es el mejor. :*

Leí la frase y me encantó, mi mente se iluminó. Puedo escribir sobre eso, es un gran tema.

Tengo más experiencia oyendo música en los buses que hablando con la gente y a continuación les voy a explicar por qué.

Vivo en Bogotá desde hace cuarenta y cuatro años, es decir, desde que nací. Durante casi medio siglo he sido testigo de las grandes transformaciones de esta ciudad desde la silla de una buseta, mirando para adentro y mirando para afuera, oyendo hablar a la gente, analizando modos de mendicidad, actuación y ventas informales; sintiéndome una más con la chusma miserable que vive aquí porque cree que aquí se vive la gran vida, en La Capital.

Puedo transportarme en carro o en taxi pero no es emocionante, más para una persona como yo. En carro me siento en una casa ambulante y nunca miro para afuera porque voy hablando con el conductor; no podría hacer el papel de chofer porque soy muy sensible para tratarme con otros conductores, con policías, con  mendigos cara a cara, huecos, vidrios rotos, gatos y crucetas. Para ser conductor se necesita sangre fría, más en un país como Colombia. Se arriesga más la vida en un carro particular que en una buseta. Parece increíble pero es cierto.

En un taxi me siento culpable, asustada y obligada a hablar con gente que no me interesa (el conductor), me siento incómoda en la situación de «estamos solos aquí tú y yo y nos vigilamos con mucho disimulo uno al otro, somos colombianos, aquí no puede uno fiarse de nadie». Hay taxistas asesinos y hay pasajeros asesinos.

Otro problema de los taxistas de Bogotá es que se toman por amigos de los pasajeros y a mí eso me molesta mucho. Me subo a un taxi cuando no tengo más alternativa, prefiero la buseta, el colectivo y el bus.

No recuerdo mis primeros viajes en bus pero sí recuerdo mis primeros viajes sola en un bus. ¿Para dónde iba? Para la Biblioteca Luis Angel Arango. ¿Cuántos años tenía? Tenía trece años. Lo recuerdo bien: desde que tengo trece años voy a esa biblioteca y por eso me enamoré del Centro, aunque cada día me gusta menos, debe ser por la edad.

Mi hermana, que es mucho más elegante que yo, me dice que pida los libros a domicilio pero yo no puedo, me gusta ir al Centro en buseta o en colectivo. En Transmilenio no, los usuarios de Transmilenio no son los usuarios de las busetas, son los mismos pero actúan de forma diferente, se sienten en el metro de Tokio.

Había música en las busetas en otros tiempos; ahora no. Los conductores de buseta, bus y colectivo ya no compiten con sus consolas, zapatos de bebé, vírgenes y cristos porque quieren disfrazarse de servicio decente, neutro, como los buses de Transmilenio y el nuevo SITP (Sistema de Transporte Público de Bogotá). Ahora no hay música en los buses pero antes sí había mucha y, claro, los pasajeros frecuentes de esos buses nos aprendíamos todas las canciones de memoria y teníamos que oír la emisora de radio que al conductor le gustaba. A mí no me molestaba, me gusta ver cómo piensa la gente, me gusta conocer el gusto del conductor y analizar si su gusto coincide con su forma de vestir, su corte de pelo, su forma de hablar y su cara. ¡Estoy obsesionada con los conductores de bus!

Hasta los treinta y cinco años disfruté el placer de ser elegida muchas veces como la mujer que va al lado el conductor del colectivo o la buseta bonita; la que él escoge para ir al lado suyo, como si fuera su novia transitoria. Ese privilegio era una delicia para mirar mejor al conductor, para ver cómo decora su casa ambulante, para ver su cara de susto al sentirse tan observado como si fuera un bicho raro.

Sentada en la silla de un bus he visto a mucha gente llorar, he oído conversaciones que sólo se oyen en los buses, he visto cómo se ha ido embruteciendo la gente con la tecnología, he visto pasar por la registradora a millones de personas y he visto a millones de mujeres maquillándose de diferentes maneras. Muchas mujeres en Bogotá se maquillan, se peinan y se cambian los zapatos dentro de los buses, se sienten ahí adentro como dentro de su casa, pierden el pudor.

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