Fui consciente de mi cuerpo a través de la piel, de la piel de mis manos.
Las manos tenían cambios que no podía explicar un médico, un sacerdote ni un brujo.
Era un ser excepcional y los niños me miraban como una especie de monstruo al que no se le podía dar la mano.
Pidiendo explicaciones sobre los cambios en mis manos me sentía el centro de atención de todas las conversaciones.
¡Así comenzó mi egolatría!
Me gustaba mucho que hicieran clases con mis manos y que los estudiantes de medicina me miraran con una mezcla de asombro y admiración. Y me hicieran todo tipo de preguntas.
Me acostumbré a ser exhibicionista, me gustaba asustar a la gente y hacía gestos con las manos para que pareciera también una mano deformada por la enfermedad sin nombre.
Los dermatólogos llegaron a la conclusión de que yo era un ser excepcional, me dijeron: usted es alérgica a todo: al frío, al sol, al viento, al agua, a todo, debe acostumbrarse a vivir con semejante privilegio. Y desde ese día empecé a vivir como un ser excepcional que debe aprender a oír su piel para saber qué necesita o qué le sobra.
Un día -llegando a los treinta- intenté asustar a una amiga con la vieja frase: «¡Mire lo que tengo en las manos!» y ella me dijo asombrada: «¡No tienes nada!». Ese día supe que mis manos eran unas manos como las de cualquier persona y entonces aprendí a quererlas de otra manera: viéndolas moverse sobre el teclado en sintonía con mi cerebro.
La piel de la cara sufre de otra manera: es sensible a la mezcla entre agua y sol y para mí eso es una verdadera tragedia porque me gusta nadar en piscina, río y mar y un día cualquiera salgo y veo manchas que pueden tardar dos años en desaparecer. Cuando tengo la piel limpia olvido lo sensible que es y vuelvo a nadar y se me vuelve a manchar. Tal vez por eso justifico mi encierro diciendo que no me gusta salir. En realidad sí me gusta, pero el placer de una tarde se puede convertir en un suplicio de dos años o más: me consuelo leyendo libros y viendo películas.
En este momento tengo la piel de la cara controlada y la de las manos también. Si mi piel entra en contacto con el agua tengo que hidratarla de inmediato, no me puedo mojar las manos ni ninguna parte del cuerpo si no tengo crema hidratante a la mano y, claro, no puedo usar cualquier crema porque algunas cremas le hacen daño a la piel, todo el tiempo estoy experimentando con trucos y descubrimientos nuevos.
Como se podrán imaginar tengo que estar atenta todo el tiempo a cualquier cambio en mi piel y eso me obliga a concentrarme no sólo en la piel sino en todo el cuerpo. Ser consciente del propio cuerpo es un privilegio de pocos. Sentir lo que le falta a toda la piel del cuerpo es una experiencia superior, consentirse todos los días con crema hidratante no es un sacrificio o una tortura sino Puro Amor. Hay gente que me malinterpreta, creen que soy remilgada porque siempre llevo sombrilla y debo usarla para evitar el sol excesivo o la lluvia, yo me siento muy aristocrática con esos cuidados excesivos. Hay gente que ve como exhibición de vanidad total el hecho de que no pueda hacer casi nada sin guantes; no puedo tocar con las manos detergentes ni jabones para lavar pisos o ropa, todo lo tengo que hacer con guantes, como la persona delicada que soy. Hay gente que se alarma porque no me mojo las manos cuando todas se las mojan, creen que me tomo por la reencarnación de un gato.
Comentarios recientes