La tristeza y la alegría como expresión del vacío de la vida

4 Feb

Quien es muy alegre debe ser un hombre bueno, pero quizá no sea el más inteligente, aunque logra aquello a lo que el más inteligente aspira con toda su inteligencia.

Nietzsche

El origen de la sonrisa, según la explicación de los etólogos, proviene del hecho de mostrar las dientes en señal de inconformidad ante la presencia de un adversario, como cuando un perro de la calle, por ejemplo, quiere apropiarse del lugar, la conquista o el alimento de otro que por cuestión del azar llegó primero. La sonrisa no tiene un origen enaltecedor, es la expresión emotiva de quien sabe que va a triunfar incluso antes de haber comenzado la competencia o se halla en posición de superioridad y quiere parecer indulgente. Cuanta más ventaja o mayor rango más prodigalidad en la concesión de sonrisas, si se gruñe o no se sonríe es porque todavía no hay apropiación cabal de posición dominante o simplemente el portador del rostro -la máscara, la personalidad- no ha descubierto los beneficios que aporta el hecho de desplegar una amplia sonrisa. En un libro que se titulara Cómo tratar a sus subordinados con toda seguridad se aconsejará al ejecutivo que sonría cuando llegue a la oficina para que los demás entiendan de una vez por todas quién es el capitán del barco.

Sonreír parece un acto noble, expresión cabal de tolerancia, respeto y aceptación, pero puede ser también desafío, superioridad manifiesta ante quien recibe las muestras de afecto. Si uno se presenta como un regalo ante los demás y la naturaleza lo ha dotado con cualidades físicas, morales o intelectuales excepcionales, la sensación de suficiencia o aplomo que sugiere la actitud puede resultar incómoda o irritante para aquellos a quienes el azar no les brinda ni siquiera la ilusión de llegar a soñar con ser la caricatura de aquello que los deslumbra.

La risa y el llanto son confirmación del vacío de la vida, pero es preferible soportar una risa desenfrenada que una amargura mal justificada:

Produce a la verdad un singular efecto el pasearse tan tranquilamente por los restos de tantas agitaciones; encontrar a cada paso males previstos que no sobrevinieron, bienes esperados que no se realizaron, y para colmo de miserias las huellas de violentas preocupaciones a propósito de hechos ignorados, que no están indicados, y cuya memoria misma, si se encuentra, no nos dice nada. Semejante paseo debería ser suficiente para enseñarnos a sobrellevar con calma el vaivén de todas las cosas de este mundo (Tocqueville. 1985: 24).

Un acto heroico: ser consciente de las calamidades de la vida, la imposiblidad de saber nada con certeza, la inestabilidad de todo a nuestro alrededor y, sin embargo, asumir una actitud valerosa, no dejar de perseverar en la búsqueda de curiosidades intelectuales, acoger el siguiente consejo: «No hay cosa mejor para el hombre que coma y beba y que su alma se alegre en su trabajo (Eclesiastés 2-24), que su trabajo se constituya en el cultivo de la sabiduría:

Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino… No la dejes y ella te guardará; Amala y te conservará. Sabiduría ante todo; adquiere sabiduría; sobre todas tus posesiones adquiere inteligencia.

Engrándecela, y ella te engrandecerá. Ella te honrará cuando tú la hayas abrazado. Adorno de gracia dará a tu cabeza; corona de hermosura te entregará (Proverbios. 3-4).

El régimen de la alegría

El régimen de la alegría es del todo o nada: sólo hay alegría total o no hay ninguna alegría.

Clément Rosset

Si se acepta que nadie es imprescindible y la única verdad consiste en saber que estamos condenados a repetirnos generación tras generación será fácil convertir la vida en una tragedia o reirse de ella, vivir el instante como lo único real y digno de atención, tratando de buscar grandeza en lo banal, en lo cotidiano:

Hay algunos que creen que la estampa deslumbrante de los fuertes y los sabios perdura más que la de los humildes y degraciados… Basta con que mires el firmamento, para que el horizonte despierte en ti la certeza de la futilidad de aquellos que se creen eternos revelándote su tonta pedantería… Cada hombre sobresaliente es la imagen renovada de otro ya muerto y las acciones sorprendentes de algunos sólo son el recuerdo de las valientes y bellas empresas de nuestros ancestros (Serrano. 2003: 175).

Tampoco hay nada nuevo que se pueda decir para comprender o explicar el mundo o la realidad:

Hay verdades que son eternas; lo que cambia, a mi entender, es el momento en que se plantean y la manera como se plantean. La primera consecuencia de ello es la de volver a lo que quizá sea la primera virtud intelectual, o por lo menos aquello que en sus comienzos era el trasfondo del pensamiento filosófico: la prudencia. La prudencia contra la arrogancia, contra el orgullo, contra la pretensión, contra la paranoia que puede verse como una de las características intelectuales de hoy. La prudencia siempre ha estado orgánicamente anclada sobre la vida cotidiana, sobre la vida banal. De ahí la necesidad, a veces, de volver a lo banal (Maffessoli. 1993: 21).

Así como es más razonable evitar el dolor que buscar la felicidad, tiene más sentido desear la alegría que cultivar la tristeza. La alegría resulta de la plenitud y la tristeza de la carencia, se trata de estados de ánimo motivados uno por exceso de presencia y el otro por ausencia total de algo que no se sabe explicar. Aunque ninguno de los dos estados de ánimo transforma la realidad, es más peligrosa, seductora y contagiosa la tristeza que la alegría, y, sin embargo, se supone que el triste es superior, más inteligente y capaz que el alegre. La risa se condena por ser considerada como manifestación de estupidez, ignorancia o superficialidad.

A partir de los planteamientos de Aristóteles en su Problema XXX,1 se ha enaltecido de manera excesiva el valor del silencio, la soledad y la tristeza como rasgos propios de los espíritus refinados, seres destinados a sobresalir como artistas, guerreros o filósofos. Si se observa con detenimiento la historia del arte o de la filosofía se puede constatar que la melancolía no es un requisito fundamental para desarrollar una obra, el proceso espiritual o intelectual no se hace más efectivo si el artista es triste, en muchas ocasiones la tristeza se halla más relacionada con frustración, timidez o indignación:

El hombre indignado, y todo aquel que con sus propios dientes se despedaza y se desgarra a sí mismo (o, en sustitución de sí mismo, al mundo, a Dios, o a la sociedad), ése quizá sea superior, según el cálculo de la moral, al sátiro reidor y autosatisfecho, pero en todos los demás sentidos es el caso más habitual, más indiferente, menos instructivo. Y nadie miente tanto como el indignado (Nietzsche. 1999: 55).

La alegría y la tristeza parecen ser dos caras de la misma moneda, ninguno de los dos estados da cuenta de su razón de ser, de su naturaleza, pero la percepción que el triste o el alegre realiza de sí mismo, tanto como la relación que establece con el exterior -con personas, acciones e ideas- es radical: todo adquiere un sabor dulce o amargo, cuando se es muy triste o muy alegre no se admiten términos medios.

La alegría y la tristeza son estados de ánimo creados, artificiales, construidos a partir del deseo de quien experimenta la sensación de tenerlo todo o de estar falto de algo:

Así como el alegre es incapaz de decir el motivo de su alegría y expresar la naturaleza de lo que le colma, el melancólico no sabe precisar el motivo de su tristeza ni la naturaleza de lo que le falta -salvo que se repita con Baudelaire que su melancolía carece de contenidos y lo que le falta no figura en el registro de las cosas existentes… De ahí la diferencia fundamental entre el vacío romántico y el vacío alegre: el primero fracasa al describir lo que no existe, el segundo al hacer el recorrido completo de lo que existe. En otras palabras, la alegría siempre anda relacionada con lo real, mientras que la tristeza se debate sin cesar, y ahí reside su propia desdicha, en lo irreal (Rosset. 2000: 14).

Humor, frivolidad y seriedad.

El humor es una herramienta crítica de gran eficacia, manifestación de grandeza que pareciera revelar que en última instancia todo es absurdo y por lo tanto la mejor alternativa consiste en reir, es una afirmación de dignidad, declaración de superioridad ante los acontecimientos. Carecer de humor es carecer de humildad, es estar demasiado lleno de uno mismo.

Para convertirse en «maestro del humor negro y la ironía» es necesario pasar por prolongados periodos de tiempo en los que el principal objeto de análisis y observación sea uno mismo pero sin tomarse en serio, se debe haber padecido lo que, por ejemplo, expresa un hombre como Flaubert:

Hubo un tiempo en que me mirabas como un egoísta celoso que se complacía rumiando perpetuamente su propia personalidad. Eso es lo que creen quienes ven la superficie. Lo mismo ocurre con ese orgullo que tanto indigna a los demás y que, no obstante, cuesta tamañas miserias. Al contrario, nadie ha aspirado a los demás más que yo. He ido a olfatear estiércoles desconocidos, me he apiadado de muchas cosas ante las que no se enternecían las personas sensibles… Sin embargo, creo que la ironía domina la vida. ¿por qué, cuando he llorado, he ido con frecuencia a mirarme al espejo, para verme? Esta disposición para planear sobre uno mismo es quizá la fuente de toda virtud. Te arranca de la personalidad, lejos de retenerte en ella. La comicidad llegada al extremo, la comicidad que no hace reír, el lirismo en la broma es para mí lo que más me seduce como escritor. Ahí están los dos elementos humanos (Flaubert. 1989: 189).

El sentido del humor es el término medio entre frivolidad y seriedad: para el frívolo nada tiene sentido, para el serio todo es trascendente. El frívolo se ríe siempre, es insípido y molesto, no se preocupa por evitar herir a otros con sus comentarios, para el serio todo es profundo. El serio confía en que el camino que recorre lo conducirá hacia el lugar con el que sueña, cree que podrá descubrir algo nuevo sobre la faz de la tierra y suele concebirse como centro y fin del universo aunque no lo manifieste.

La risa amarga en el artista triste

Quien esquiva los grupos, la vida comunitaria, y, sin embargo, tiene un don especial para divertir con sus ocurrencias cuando se halla en reuniones sociales, por lo general desprecia a quienes divierte, cuando se vuelve a encontrar consigo mismo suele sumergirse en prolongados estados depresivos, le pasa lo que, como explica Flaubert a Louise Colet, ocurre con los champiñones cuando se les acerca al fuego: despiden su jugo y luego quedan aún más secos. Estos «humoristas» suelen ser observadores minuciosos y desapasionados del comportamiento humano, seres solitarios y sutiles que se divierten en los funerales y se deprimen en los festivales, un «animal pletórico de genio, sufriendo y exhalando todos los suspiros y todas las ambiciones» (Baudelaire. 1995: 33).

Baudelaire soñaba con lo que logró a través de la escritura y por eso es tan vital. Para el famoso prefacio a Las flores del mal quiso «una mezcla de misticismo y travesura»; consideraba que «la absoluta franqueza es el procedimiento más original para un artista»; se propuso «relatar pomposamente los asuntos más cómicos» y fantaseaba con «una amplia sonrisa en un hermoso rostro de gigante». Dos cualidades literarias: «sobrenaturalismo e ironía». Considera que «lo que existe de embriagador en el mal gusto es el placer aristocrático de disgustar» y seguramente uno de sus plegarias más frecuentes fue: «Señor y Dios mío, concédeme la gracia de escribir algunos buenos versos que me prueben a mí mismo que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a aquellos a quienes desprecio» (Baudelaire. 1995: 20-36).

En una de sus cartas escribió, refiriéndose a Las flores del mal:

Debo deciros, ya que no lo habeis adivinado más que los demás, que en ese libro atroz he puesto todo mi corazón, toda mi ternura, toda mi religión (enmascarada), todo mi odio, toda mi mala suerte. Verdad es que escribiré lo contrario, que juraré por todos mis dioses que es un libro de arte puro, de monerías, de malabarismos, y mentiré como un sacamuelas (Citado por Bataille. 1971: 58).

Sobre la franqueza como el mejor recurso estético Flaubert también es enfático. «Cualquier hombre que supiera escribir correctamente crearía un libro soberbio al redactar sus Memorias, si las expusiera con sinceridad y de manera completa… Lo que vuelve tan hermosas las figuras de la Antigüedad es que eran originales: ahí está todo, el sacar de uno mismo» (Flaubert. 1989: 95-190).

También reflexionó, como Baudelaire, Sobre la relación entre estética, estoicismo y misticismo, siempre en función de un mejor ejercicio como artista:

No presumo de ir hacia un falso idel de estoicismo, pero evito las ocasiones de sufrimiento y las atracciones peligrosas de las que ya no se vuelve… No he podido llegar al estoicismo, al que nada afecta, y que no se rebela más ante la estupidez que ante el crimen; pero he conseguido librarme completamente de todo cuanto puede mostrarme la estupidez humana… Me oriento hacia una especie de misticismo estético (si ambas palabras pueden ir juntas), y querría que fuese más fuerte. Cuando ningún estímulo nos viene de los demás, cuando el mundo exterior nos asquea, nos vuelve lánguidos, nos corrompe y nos embrutece, las personas honradas y delicadas se ven forzadas a buscar en sí mismas, en algún lugar, un sitio más limpio para vivir (Flaubert. 1989).

Cuando las personas solitarias encuentran compañía o se expresan en público suelen parecer rústicas y desalmadas no precisamente porque sean mal educadas o hayan perdido el alma sino porque durante su encierro, soledad y silencio han dispuesto de tiempo para observar y descubrir relaciones entre acciones, reacciones y sentimientos, se han ejercitado en el arte de lo cómico, lo irónico y lo didáctico sin que se trate de una habilidad premeditada, se trata de una destreza nacida de circunstancias concretas que desarrollan estados de ánimo y capacidades sensoriales de las que no se es plenamente consciente.

He aquí la reflexión sobre un tema sublime (la fusión entre amor y erotismo) realizada por dos observadores sutiles:

El amante jadeante sobre su bella amada,

Semeja un moribundo que su tumba acaricia.

(Baudelaire. 1982: 30).

Máximas sueltas: no son sinceras consigo mismas; no se confiesan sus propios sentidos; confunden su culo con su corazón, y creen que la luna está hecha para alumbrar su cuarto (Flaubert. 1989: 187).

Un polvo dura un minuto y lo has deseado durante meses (Flaubert. 1989: 291).

La clave del efecto consiste en hablar o escribir con énfasis y descaro sobre situaciones cómicas o triviales que suelen concebirse «por la gente sensible» como asuntos serios o sublimes.

Lo que divierte, asombra y se convierte a veces en revelación en este tipo de textos no es el hecho que se menciona sino la crudeza, lograda a través de la selección y combinación de palabras, ya que «Todo el talento de escribir no consiste, después de todo, más que en la elección de las palabras. La precisión es la que hace la fuerza» (Flaubert. 1989: 213).

Schopenhauer, un experto en este tipo de escritura, considera que «son los ejemplos de talla colosal los que dan las explicaciones más evidentes en todas las materias». En la siguiente cita, después de haber explicado la diferencia entre orgullo y vanidad, pasa a relacionar estas cualidades humanas con el amor a la patria:

Todo el que posee méritos personales distinguidos, reconocerá más claramente los defectos de su propia nación, puesto que siempre la tiene presente a la vista. Pero todo imbécil execrable, que no tiene en el mundo nada de lo que pueda enorgullecerse, se refugia en este último recurso, de vanagloriarse de la nación a que pertenece por casualidad; en eso se ceba, y, en su gratuidad, está dispuesto a defender (con manos y pies) todos los defectos y todas las tonterías propias de esta nación. (Schopenhauer. 1998: 38).

Flaubert también escribío ácidas páginas en torno al amor a la patria y al humanitarismo:

En cuanto a la idea de la patria, es decir, de cierta porción de terreno dibujada en el mapa y separada de las demás por una línea roja o azul, ¡no! La patria es para mí el país que quiero, es decir, con el que sueño, aquel en que me encuentro bien. Soy tan chino como francés, y no me alegro nada de nuestras victorias frente a los árabes, porque me entristecen sus reveses. Quiero a este pueblo áspero, persistente, vivo, último tipo de las sociedades primitivas y que, al hacer alto a mediodía, tumbado a la sombra, bajo el vientre de sus camellas, se burla, mientras fuma su chibuquí, de nuesta valiente civilización que tiembla de ira (Flaubert. 1989).

Bibliografía

Bataille, George. La literatura y el mal. Madrid: Taurus. 1971.

Baudelaire, Charles. Las flores del mal. Bogotá: Oveja negra. 1982.

__________ Mi corazón al desnudo y otros papeles íntimos. Madrid: Visor. 1995.

Flaubert, Gustave. Cartas a Louise Colet. Madrid: Siruela. 1989.

Maffesoli, Michel. El conocimiento ordinario. Compendio de sociología. México: Fondo de Cultura Económica. 1993.

Nietzsche, Friedrich. Más allá del bien y del mal. Madrid. Altaya. 1999.

Rosset. Clément. La fuerza mayor. Notas sobre Nietzsche y Ciorán. Madrid: Acuarela. 2000.

________ El principio de crueldad. Valencia. Pre-Textos. 1994.

Schopenhauer, Arthur. La sabiduría de la vida – En torno a la filosofía – El amor, las mujeres y la muerte y otros temas. México: Porrúa. 1998.

Serrano, Enrique. Tamerlán. Bogotá: Seix-Barral. 2003.

Fuente: Texto gentilmente cedido por la autora

Ver de la misma autora

Flaubert y la melancolía: las cartas a Louise Colet – Elsy Rosas Crespo
Genio y melancolía – Elsy Rosas Crespo

Gerardo Herreros http://www.herreros.com.ar

http://www.herreros.com.ar/melanco/crespo2.htm

4 respuestas hasta “La tristeza y la alegría como expresión del vacío de la vida”

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